El caudillo a la sombra

A veces tienes la oportunidad de conocer personas que te sorprenden gratamente con su claridad y capacidad de análisis sobre la situación que vive el país; analistas políticos que te alumbran con la profundidad de comentarios, aparentemente, soltados “a la ligera”.

Así es como un anónimo vendedor de dulces, en un centro turístico del país explica que este fin de semana no se registró una gran afluencia de visitantes “ni nacionales ni ‘gringos’” y tiene muy claro el problema: “la inflación hace que la gente no quiera gastar”.

Pero igualmente tiene clara la diferencia entre unos y otros: “allá tienen control del alza de precios, pero acá nada más hacen lo que quiere el presidente”. Así, contundente y directo, resume de forma sencilla el motivo por el cual los turistas no llegaron como en otros años.

Entonces, entre bromas sobre plagios de tesis y carreras escolares de larga duración, suelta una de esas verdades que, de tan ciertas, abruma con su clarividencia y sencillez: “el problema es que los mexicanos nunca hemos dejado de buscar en los políticos al caudillo”.

Y remata con una breve sentencia digna de una hipótesis doctoral en Ciencia Política: “en México el caudillismo nunca se acabó, la democracia no ha hecho más que reafirmar que el presidente solo es el caudillo en turno, el que mejor le cae a la gente y nada más”.

Simple pero eficaz, la revelación detrás del comentario implica la falta de una evolución política en México desde las postrimerías de 1917. Así, este “presidencialismo remasterizado” no sería más que la versión 4.0 del caudillismo mexicano que no hemos sido capaces de superar.

No es ilógico pensar que un sistema pensado y diseñado para evitar que la sucesión caudillista se realizara por la vía de las armas y a través de las instituciones provistas por el propio sistema, haya subsistido apenas necesitando un cambio de nombre o de imagen.

La materialización de los ideales revolucionarios en la conformación de un país en el que nada cambia tendría su justificación en la existencia de un sistema diseñado para que nada pueda cambiar. Por ello el caudillismo se mantiene a la sombra pero omnipresente.

En ese resquicio se ha colado la permanente imagen de un caudillo que encabeza los nuevos ejércitos de votantes quienes encuentran en él a los carismáticos líderes de antaño y de quien se espera que solucione todo lo que haya por solucionar.

Repasando: en el año 2000 el caudillo era un grosero, terco y maleducado administrador que se envalentonaba con frases simples y llenas de lugares comunes; en 2006 lo fue un hombre que ofrecía llevar a las fuerzas armadas a la guerra contra la hidra del narcotráfico.

Para 2012 el carisma y la imagen fueron las cualidades que encumbraron una nueva forma de caudillo mientras que en 2018 se materializó el atributo principal en el rencor y la venganza que se prometía contra los otros, culpables de todo y de nada a la vez.

Los del siglo XXI, al igual que sus antecesores del siglo XX, son caudillos que mantienen imperturbable el sistema que, de vez en vez cada seis años, se sacude y reinventa con una nueva máscara que mantiene oculto su verdadero rostro, el de la dictadura sexenal.

Mientras tanto, el docto vendedor de dulces y yo mercamos algunos de sus productos y nos despedimos con un intercambio amistoso de nombres de películas con tema político por ver y la sentida promesa de regresar para platicar sobre ellas.

TAR