En uno de los capítulos de la extraordinaria y todavía insuperada serie televisiva Cosmos, el no menos fuera de serie Carl Sagan, científico y divulgador, tomando como base la teoría de las probabilidades, el desarrollo tecnológico y la historia de la humanidad, pormenoriza la nada lejana posibilidad de que nuestra especie acabe por ser la causante de su propia extinción, junto con la de una cifra indeterminable de otras formas de vida, si no es que de absolutamente todas.
La destrucción masiva del hombre: Carl Sagan
Valiéndose de una metáfora muy elocuente Sagan explica que, considerando la totalidad de las disciplinas y saberes acumulados desde su origen, el momento actual de la humanidad equivaldría a la adolescencia: físicamente se halla en posesión de diversas capacidades, pero su incompleto desarrollo intelectual provoca que sean empleadas lo mismo en un sentido positivo que en su opuesto, incluyendo la probabilidad de un riesgo letal.
Concretamente, Sagan se refiere al poder de destrucción masiva del cual, por lo menos desde el 6 de agosto de 1945 –cuando por primera vez una bomba atómica se hizo estallar ya no con propósitos experimentales ni de prueba, sino como una acción hostil de tipo militar– y hasta los años ochenta del siglo pasado, disponía y, por supuesto, continúa disponiendo la humanidad.
La inconsciencia de la ciencia
Aunque pueda parecer otra cosa, el verdadero asunto de fondo de la muy traída y llevada Oppenheimer (Christopher Nolan, EU, 2023) es, o al menos eso se supone, el dilema ético al cual el científico J. Robert Oppenheimer y sus muy selectos colegas debieron enfrentarse al formar parte del Proyecto Manhattan, destinado justo a la fabricación de una bomba de fisión nuclear.
Que la película deambule por diversos meandros alejados de aquel núcleo temático nada tiene de inusual, tratándose como se trata, en materia de cine hollywoodense, de poner el acento en cosas muy distintas de una ojeada honesta y consecuente a las verdaderas implicaciones no sólo éticas, sino también y sobre todo las relativas a que, desde aquellos mediados de la década de los años cuarenta, la viabilidad misma de la vida en la Tierra se halla comprometida, tal como apenas tres décadas y media después de aquel genocidio absurdamente legitimado por (sin)razones bélicas, Sagan expuso sin estridencia ni sensacionalismo, pero no por eso sin gran elocuencia.
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Little Boy y Fat Man
Otras cuatro décadas después de Sagan y a poco menos de ocho de haber estallado Little Boy y Fat Man –nombres dados a las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki–, ni de lejos la especie humana parece haber superado su imprudente adolescencia, sino todo lo contrario: al riesgo nuclear, jamás del todo apaciguado por más acuerdos, tratados y convenciones anti, celebrados en la segunda mitad del siglo XX y mantenidos en lo que va del actual, ahora se suma la inclusión de la Inteligencia Artificial en los arsenales militares estadunidenses, chinos, rusos y de otros países.
Hay una disquisición, casi tan antigua como la humanidad misma, en torno a la esencia última de la ciencia y la tecnología, es decir, la que no sólo se atiene a sus funciones prácticas, en virtud de las cuales han sido desarrolladas, sino que va más allá y pondera sus capacidades potenciales, muchas de ellas nocivas.
Las conclusiones son tan sencillas como poderosas: evidentemente no es válido exigirle a la ciencia que tenga conciencia ni, todavía más disparatado, solicitar de la tecnología algo como una postura ética. También es claro que a quienes por fuerza se les debe exigir conciencia ética es a científicos y desarrolladores tecnológicos.
Algo de lo anterior se refleja, sólo que, con excesiva palidez, en la más reciente mega producción de Nolan, que por alguna razón ignota parece haber obviado –quizá pensando que no le serían útiles para contar su cuento enfocado en las personas y no en sus posturas humanas– filmes que, desde la ciencia ficción, han abordado el asunto ético con buena fortuna.
DB