El término bespoke es particular. Nos gusta. Se trata de una evolución de “to speak for something” (“hablar por algo o a través de algo”). Originalmente se utilizaba para describir el oficio de sastres y zapateros “a la medida”. En nuestros días, cabe decir, la expresión abarca trabajos y contextos diversos tocantes a lo encargado o comisionado con características específicas. Verbigracia: una compañía que produce música para anuncios comerciales.
En el sentido más elevado del oficio bespoke, sin embargo, no es correcto usar la palabra sastre sino cortador. Hoy, luego de ver la película The Outfit (2022), lo comprendemos cabalmente. Coser las partes de un traje lo puede hacer cualquiera, pero considerar la fisonomía, el biotipo de alguien para luego sumar su personalidad más íntima y con todo ello cortar las múltiples piezas de un traje sin caducidad… Eso no lo hace un sastre común. Así nos lo dice Leonard Burling, The British, personaje central interpretado en forma espléndida por Mark Rylance.
Evoluciona de “to speak for something”
Forzando un poco la maquinaria, pareciera que en nuestros días el consumo de música es cada vez más personalizado gracias al poder del usuario, del cliente todopoderoso. Robots, algoritmos e inteligencias artificiales analizan comportamientos para recomendar lo siguiente a escuchar, comprar, cantar o bailar, relajados en la pereza intelectual. Pero no es así. Este avance representa lo contrario. Pasaremos el asunto velozmente.
Un traje auditivo diseñado en plataformas toma retazos de innumerables cuerpos para luego vestir nuestros oídos con algo que aparentemente “habla por nosotros”, pero que resulta estar cosido con patrones genéricos, eficientes desde su limbo particular. No son reflejo ni de quien los consume ni de quien los produce. No hay un corte verdadero. Es sólo entretenimiento, ropa del día. Y eso está bien hasta que está mal.
Sería impráctico –e impagable– vivir todo momento con ropa cortada a la medida. Sí. Tampoco sería posible escuchar música escrita sólo para nosotros (aunque la tecnología nos acerque rápidamente a ello, claro). Parte del gusto por una marca o un cantautor es que haya otras personas adscritas a su tribu, dispuestas a entregarse a su perspectiva del diseño con telas o sonidos. Y no hablamos de alta costura con instrumentos musicales, sino de la confianza conseguida con perspectivas originales. Lo que está sucediendo hoy, increíblemente, es que la gente se está “poniendo” la peor música para las ocasiones más importantes… En fin. Salgamos del laberinto. ¡Perdone los dislates y digresiones!
Esto no lo hace un sastre común
La película The Outfit nos hizo pensar en ese bespoke escrito sobre el vidrio de un taller en la violenta Chicago, a inicios del siglo pasado. Paso a paso, la inteligencia de su guión y la perfecta urdimbre musical nos fueron convenciendo: asistíamos al armado de un traje perfecto (lo que tampoco existe, como bien apunta The British). Dotaciones, silencios, planos emocionales, dóciles acompañamientos; con esos y otros recursos el compositor consigue asombrarnos. ¿De quién hablamos? Lo supimos al final. ¡Tenía que ser! Alexandre Desplat. ¿Lo recuerda, lectora, lector?
Ganó el Oscar dos veces, una por la banda sonora de La forma del agua, de Guillermo del Toro (con quien también hizo Pinocchio), y otro por El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, director con el que ha trabajado media docena de veces. De sumergirse en guiones como los de Godzilla, Harry Potter o La vida secreta de las mascotas, a interpretar la visión de directores como Wim Wenders o Roman Polanski (con quien ha hecho seis cintas), el bespoke de Desplat parece uno de los más interesantes del cine actual.
Su atrevimiento es profundo porque parte de un involucramiento honesto con la historia, más allá de lo mecánico. Búsquelo. Escúchelo con o sin película de por medio. Será un buen recordatorio de lo que se hace con talento y empatía sincera. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.
Con información de Alonso Arreola
TAR