Gente de montaña, los pobladores de R. nos debieron oler desde lejos y no era de extrañar, nos esperaban. Estaban avisados desde la comandancia. Los compas nos vinieron a topar. Celestino y Adolfo habían salido de R. antes del amanecer y ya estaban con nosotros en el ejido Sonora a orillas del Jataté cuando clareaba. El trayecto de venida les tomó menos de tres horas, y con nosotros el retorno a R. ocupó el resto del día. Además de nuestra lentitud urbana y el peso de la carga, es claro que bajar es más fácil y ahora nos llevaban de subida. Podía exprimirme la camiseta de todo lo que sudaba.
Las lodosas pendientes de la selva Lacandona desde mi primera vez me cobraron fuertes cuotas de agotamiento, desesperación y ridículo. Superficies negras y engañosas, rocas que se hacen lodo o agua, lianas latigueantes, la hostil coraza del palmito, que en alguna ocasión escuché que lo llamaban papay. Sus espinas son las más largas de la selva. Quizás fueron las que usaba el señor de Bonampak para autoinfligirse sacrificios rituales, como se puede ver en un mural del salón pintado de la vieja ciudad maya, tantos siglos abandonada y oculta en la jungla de Chiapas. Pinchan y se agarran a la carne. Como con el puercoespín, lo más doloroso es sacarlas. Son un diseño perverso de la naturaleza.
En mi lejana caminata adolescente de Bachajón a las cañadas de Ocosingo, allá por el otoño del ‘71, cometí la tontería de cargar en la mochila a los tres trágicos griegos en sus obras completas, además de otros libros, y al cuarto día de andar, en un descenso prolongado perdí la chaveta, arrojé con odio mi equipaje y en el movimiento resbalé por el lodazal y caí muchos metros hasta parar contra un maldito papay. No sé qué más recuerdo, si el dolor o el ridículo. Tampoco olvido a Eurípides, Sófocles y Esquilo, con un carajo. Sobre todo porque a partir de ahí me tuvieron que ayudar a cargarlos.
El río y el jaguar (III y última)
Esta vez, ya en los últimos meses del siglo XX, la traición de la espina le tocó a Rita, quien como yo iba a entrevistarse con los compas bases de apoyo zapatistas que vivían en el corazón de Montes Azules, para disgusto de los lacandones y el gobierno genocida de Zedillo. Nuestros guías, que siempre nos llevaban la delantera, desanduvieron y se aplicaron en la cuidadosa extracción de la espina enemiga. Celestino bajó hasta el tronco canalla y lo macheteo todito. Lo descortezó, sacó el blanco corazón del palmito y nos lo ofreció como antídoto para el disgusto. No recuerdo si en tojolabal o tseltal, los compañeros hicieron chistes que no parecían burla, como sí lo fueron los de los hermanos de Bachajón treinta años atrás.
Habíamos pasado el duro calorón de la tarde en las laderas de un cerro tras otro y ni siquiera la sombra de los árboles aliviaba la condena. Lo peor fue atravesar un potrero, es decir una buena porción de tierra arrasada por los madereros clandestinos años atrás. Muñones calcinados y una vegetación pobre, como de acahual, eran lo que habitaba esa cicatriz muerta de la selva. Recordaba la mancha yerma que se extiende por los bosques, inexorable, en La princesa Mononoke de Hayao Miyazaki, y la devora. ¿Sería ese paisaje lunar el futuro de la selva, a la que tomaría siglos recuperarse?
Casi era de noche cuando llegamos a R. Una parvada de niños salió a recibirnos, curiosos y reidores. Eran infrecuentes los forasteros. Llegamos a un prado alfombrado de florecillas. Lo rodeaban unas cuantas chozas de madera y techos de palma. Humo de fogones, mujeres con blusas bordadas de grandes flores y los hombros desnudos, hombres descamisados que sonreían, desconfiados perros flacos, un par de mulas amarradas. Rodeados de selva, la noche ya gritaba sus himnos de siempre cuando nos instalaron en una casucha, nos ofrecieron tortillas y tostadas, pacaya hervida, chilitos rojos de montaña y pozol en guaje.
Como otras veces, apenas me quité las botas y toqué la hamaca caí rendido. Más adentro de la selva profunda no se podía estar. Esa era la reserva de la biósfera que decretó el gobierno en los años setenta, seis mil hectáreas tituladas para unos centenares de lacandones, originalmente caribes, que siempre fungían como paleros oficiales. R. era un asentamiento ilegal. El único que no abandonaron los zapatistas cuando reubicaron a los colonos de Montes Azules en tierras recuperadas en las cañadas. En la aldea rebelde las reglas de uso del monte eran precisas, a diferencia de otros asentamientos prohibidos, y en ocasiones invasivos. Las milpas se plantaban sin quema, no se empleaban fertilizantes químicos ni se permitían desmontes. Eso no quitaba que el marco y la puerta de algunas viviendas fueran de caoba.
Su milpa mayor se extendía irregularmente alrededor y entre los escombros y taludes de la última ciudad maya del clásico. Ya ven que el buen ixim sabe crecer hasta en las piedras. Allí mismo, hace más de mil años hubo una ciudad. Estos compas no eran pues los primeros pobladores de la selva prohibida.
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En la selva no hay muchas piedras. Uno se pregunta de dónde salieron tantas, y tan grandes. Al principio parecía un pedregal desordenado, pero a poco de andar comenzaban a tomar forma. Y su cantidad era impresionante. Oscuras, más desnudas que musgosas, familiarizadas con helechos, hongos, líquenes y ramificaciones, invadidas por la selva y aún así muy ellas, gris oscuro, marrón, nunca verdadero negro. Una presencia aparte de la vegetación.
Los compas no querían llevarnos a las ruinas. No tenían autorización. Hube de insistirles y prometer que no escribiría sobre ellas. Me permitieron caminarlas. Ya no eran milpa, al adensarse los restos inorgánicos de la ciudad maya de Tzendales, nombre dado por los conquistadores españoles que nunca la conocieron, como no fuera de habladas. Se supone que la visitó el explorador alemán Teobert Maler, quién originalmente había llegado a nuestro país como cadete del emperador Maximiliano de Habsburgo. Algunos muros seguían en pie, sólidos y gruesos. Por acá se abría una escalinata, por allá los vestigios de un arco triangular gritaban su origen maya. Las rugosidades de algunas piedras sugerían tratarse de glifos.
Conforme fui internándome en las ruinas, ¿será válido considerarlas vírgenes?, de la ciudad perdida, perdí la noción del tiempo, de la compañía y de las distancias. De pronto me descubrí solo. Ni voces que se oyeran. ¿Cómo llegué aquí? me pregunté de pronto, extraviado. Los troncos podridos de huarumo se deshacían bajo mis pasos, tierra y agua, ya no madera. En algunas ramas y rocas crecían hongos muy duros. A la sombra de un muro roto se deslizó una serpiente verdosa que no alcancé a ver bien, supongo que mazacuata. Se imponía el silencio estridente y voraz de la naturaleza a solas. Cantos preciosos, chicharras obsesivas, croares, esporádicos rugidos de saraguato que hacen pensar en los leones. Me senté en un talud pequeño y al fin inmóvil fui sintiendo en los pies, y luego en los miembros, un como escozor que me atreveré a llamar primigenio, sin motivos claros. La sensación de encontrarme en el origen de algo. No de la creación, más bien en el origen de un fin del mundo ocurrido hace mil 300 años. La aniquilación por abandono y quién sabe si rabia contra una ciudad altiva y poderosa.
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Oigo voces. Ramas partidas con el latigazo de un machete. Salen a mi encuentro los compas preguntando dónde andaba.
–Caminando.
–Mal hecho, compañero, en esa parte se encuentran los animales. Te vaya saliendo un tigrillo. Son bien bravos. Por allí hace sus nidos la coralillo –dijo Celestino.
–Nada de eso, compa, nomás me distraje.
–¿’Caso te perdiste? –dijo riendo.
–No sé –dije sinceramente.
–No vayas despertando al señor don jaguar que vive en las piedras –dijo Adolfo.
–Cómo lo va a creer, compa, nomás quiere destantear a don Tal (yo) –lo contradijo Celestino, palmeándome el hombro.
–Nomás acuérdese que esto no lo puede escribir en su periódico. De los compas sí, de las ruinas no tiene autorización.
En efecto, así era el trato de por sí con los rebeldes. Han pasado más de veinte años, creo que ya lo puedo decir. Y si no, pues ni modo, ya lo hice.
Información de Hermann Bellinghausen
TAR