Por: Luis Tovar
Don Ernesto:
Pues nos dejó. A los bien cumplidos noventa años y fracción, cincuenta y uno de los cuales dedicados a dejar su imborrable impronta en las pantallas, nos ha dejado sin la posibilidad de disfrutar de su trabajo excelso en una película más, que se habría sumado a las aproximadamente dos centenas que, según se dice y debe ser verdad, contó con su talento en el elenco. Hacía seis años ya que no ponía usted pie en un escenario, set ni locación, seguramente debido a su estado de salud –en ese entonces, 2018, a los ochenta y cinco de su edad– y no porque ganas le faltaran sino porque ya fuese recomendación de los doctores, ya decisión suya y nada más, posiblemente no habría podido dar todo de sí como lo hizo siempre, sin importar si quien lo dirigiera –lo cual es un decir tratándose de usted, porque ni falta que le hacía recibir las instrucciones sin las cuales otros colegas suyos se sienten (y se ven) perdidos– era novato, alguien con cierta trayectoria o cualquier vaca sagrada cinematográfica, de las de antes o las de nuevo cuño. La prueba es el colofón de su filmografía, pongamos de 2016 hasta la fecha señalada, cuando se retiró en discreto mutis: Giselle González por La candidata, Ignacio Sada por Mi adorable maldición, Salvador Mejía por En tierras salvajes y José Alberto Castro con Por amar sin ley, son los últimos de una larga lista entre quienes se dieron el
lujo de decirle a usted “¡acción!” Suertudos ellos.
Hasta el final fue usted prolífico, multiplicado: no hubo década, casi ni año, en el que usted no encabezara o redondeara el desempeño histriónico de tantos filmes que, si se anotaran aquí todos, quedaría muy poco espacio para decir alguna cosa más. Pero ni falta que hace, pues no se dice aquí ninguna novedad al afirmar que, si se quiere dar cuenta de su relevancia para el cine nacional, hay tela suficiente de donde recortar e incluso intentado ser muy breve, no son menos de diez los filmes que, de no haber contado con usted, es un hecho que serían buenos, pero algo o mucho menos.
A ver quién desmiente lo que sigue, que va de adelante para atrás en su trabajo: ahistá El infierno (2010), en la que tiene un papel tan memorable como narcopadre, que se convirtió en icono del cine mexicano actual; antes, en El crimen del padre Amaro (2002), encarna extraordinariamente a un obispo como de seguro hay un montón venales, corruptores, hipócritas hasta la médula; justo a la mitad de los noventa su Don Rutilio de El callejón de los milagros (1995), avejentado “gay de clóset”, es repelente y entrañable parte y parte, absolutamente inolvidable; nueve años antes, con el gallero que en El imperio de la fortuna (1986) corresponde al del original El gallo de oro, no hace extrañar a un López Tarso que lo antecedió en el rulfiano personaje; al final de los setenta nadie mejor que usted pudo encarnar a ese político priista hasta las cachas, que se consume él solo pero se aguanta que no le hayan dado el anhelado “hueso” en La víspera (1979); en el ’76, en esa cinta insoslayable que es Canoa, interpreta usted a Lucas, el campesino solidario con los estudiantes y primera víctima fatal de un fanatismo política y religiosamente azuzado, del que todavía no nos deshacemos por completo.
Dejo para el final, deliberadamente, el principio de su envidiable trayectoria: campesino, apostador, paterfamilias doblevida, político a la antigüita, obispo impresentable o narco, con ser muy buenos, no superan al Azteca, caifán de Los caifanes (1967), pueblo puro, duro y solidario, carnal de sus carnales, perfecto opuesto al “estirado” que contra su voluntad los acompaña, novia mediante, a usted y a su palomilla, capaces de vivir en una sola noche cuanto la idiosincrasia mexicana contenía en aquellos años cruciales –y no deja de tener– de particular, contradictorio, fascinante, agridulce, en tanto espejo fiel del alma desde abajo de los Estilos, Mazacotes, Gatos y Aztecas, como usted y como tantos, ahí representados.
Así fuera nomás por eso, que es un chingo, mil gracias siempre, Don Ernesto.