Además de los innumerables estudios de opinión y diversas interpretaciones que se desprenden de la pasada elección presidencial, hay al menos otros tres elementos que por su impacto y profundidad obligan a replantear la funcionalidad de nuestro sistema de partidos y eventualmente de nuestro sistema político.
Guillermo A. O’Donnell el prestigiado politólogo argentino diagnosticó en los 70’s que América Latina funcionaba mejor con los gobiernos de carácter autoritario, electos en las urnas y bajo estándares democráticos, pero, con rasgos y características muy típicas en el subcontinente: a) enorme concentración de poder en el ejecutivo, b) piedra y tótem de presidencialismo mexicano en particular; c) una rara combinación de un federalismo en las leyes, pero con decisiones centralistas. A lo largo de la historia y lo que en ese entonces era incipiente y parece que no dejo de consolidarse del todo en ningún sistema de partidos en América Latina, un sistema de partidos fuerte con independencia del ejecutivo en turno y con una capacidad de respuesta a independencia de los recursos públicos capaces de impulsar sus agendas y hasta la función ideológica.
Lo que hemos visto en los últimos años, en todo el mundo, es el desmoronamiento de los partidos históricos y ahí comienza el primer reto para el caso mexicano, ¿qué fuerza va a suplir al perredismo ideológico? aquel que nació de la lucha por la democracia y en el que buena medida se refundo en Morena; la pérdida de su registro deja abierto un espectro ideológico que no puede llenar ningún otro partido. Por otro lado, el crecimiento artificial del verde es simplemente una burbuja de jabón y así cómo creció con el PAN en el 2000, con el PRI en el 2012 y ahora con Morena en el 2024, son una franquicia que se acomoda al mejor postor.
Por lo que, el vacío que deja esta elección en la representación ideológica es más profundo cuando se habla del PRI, porque su inminente balcanización podría provocar su desaparición en un par de elecciones más y parece simple decir que el destino de sus dirigentes están en Morena, aunque el transfuguismo es evidente y las raíces ideológicas del nacionalismo revolucionario pueden ser compartidas; surge el liderazgo de Claudia Sheinbaum que a diferencia de Andrés Manuel y de la mayoría de cuadros elite del gobierno, nunca pasó por el priato. Sheinbaum es el producto de la izquierda nacionalista que nunca había accedido al poder político y su desempeño en el gobierno está por conocerse, por un lado, no puede romper con el modelo de cooptación de los diferentes grupos que conviven al interior de Morena (que se observa con los primeros nombramientos de su gabinete) y tampoco podría romper con los lazos que la llevaron al poder.
El impacto del triunfo de Morena obliga a repensar el funcionamiento de nuestro sistema de partidos y aunque para muchos resulta cómodo el modelo mayoritario se parece más al modelo hegemónico del PRI, que al de una izquierda democratizadora. El famoso “no se le mueve ni una coma” se parece mucho al viejo adagio:
-Qué horas son, pregunta el presidente
-Las que usted diga señor.
El dilema entonces es resolver la incógnita: transitaremos hacia un modelo de gobierno progresista con tintes reformadores y apertura democrática o volveremos a las mismas formas autoritarias del partido hegemónico. Las tentaciones de una regresión autoritaria están a la vista en Brasil, con Jair Bolsonaro, en Ecuador, con Daniel Noboa; lo tuvieron en Colombia, Iván Duque, en Nicaragua, Daniel Ortega, el Salvador, Nayib Bukele y, recientemente con Milei en Argentina. Las pulsaciones autoritarias forman parte de nuestra cultura y Claudia Sheinbaum podría pasar a la historia no solo por ser la primera mujer en ese cargo sino por generar una apertura democrática en la que la defensa a la pluralidad, con independencia del tamaño de los partidos, sea el signo de su gobierno.