Entrevista con David Olguín: El teatro del infierno a la esperanza

David Olguín (1963, Ciudad de México) arriba en bicicleta al Teatro El Milagro, su casa desde hace muchos años, para ensayar junto a sus actrices y actores. Antes de la faena se sienta en un sillón negro y despega, vuela y viaja en el tiempo. Cauteriza con palabras ese tajo en el pecho que todo creador lleva debajo de la camisa. 

David Olguín asegura que el teatro posee un carácter efímero.

Un soplo de vida

–Su maestro, Ludwik Margules, dijo que el teatro inicia en el espacio y no en el texto: “Un gramo de emoción humana con un centímetro de espacio. ¡Eso es el teatro!” ¿Coincide?

–Sí, en la medida en que él se refiere al teatro, el cual está separado de la aventura poética que implica escribir un texto. Uno y otro se nutren. Ludwik, por supuesto, también reflexionaba acerca del dramaturgo como un poeta… ¡Hablaba de creación y de un acto de ambición intelectual importante! Coincido en el sentido del teatro como hecho vivo y efímero. En contraste, el texto tiene un pie en lo efímero y el otro en un diálogo con el pasado y la tradición. Le doy la razón, pero escribir es otro asunto.

–Para usted existen dos fundamentos tanto en la vida como en el arte: necesitamos de los otros y nos hallamos obligados a habitar con intensidad el presente.

–Escribir para la escena lo veo, citando a Harold Pinter, como una herida habitada. Ahí hallarás tus dolores y eso que te atraviesa. Llega así el momento de la mirada hacia dentro y esa soledad, de repente, es insalvable. El teatro, como acto social, te obliga a no mirar tu ombligo. Significa ver y ser visto en un doble camino hacia esa herida habitada. Actualmente, invocamos para que el teatro baje a los infiernos y vuelva a subir. ¡Intentamos, en el presente, dar el soplo de vida a la manera del Golem! El riesgo es ese: en el alfabeto hebreo, una letra te cambia de Emet a Met, de vida a muerte.

El autor de obras como ‘Amor y rabia’ y ‘Los insensatos’, entre otras, disecciona de qué está hecha la mirada con la que interroga al mundo, al teatro y a la vida

 “El teatro posee un carácter efímero. Se acaba la temporada y concluye todo. Por eso William Shekespeare, poéticamente, comparaba nuestra vida con el cómico agitándose una hora en el escenario y después no se le oye más. Ahí está esa batalla”, expresa David Olguín y continúa describiendo su oficio: –Podemos escribir en las rodillas, al lado del equipo de trabajo y para la escena, pero hay otra pelea inevitable: ésa que das con tus ambiciones poéticas y desde ciertas preguntas técnicas sobre el oficio de escribir teatralmente. Allí cabe la individualidad y la noción de autoría propia. Es eso que Alejandro Luna enseñó a propósito de la escenografía cuando dijo: la escenografía no existe, existe el teatro. Pasa en el presente, después es objeto de estudio y, en gente como Luna, el teatro se convierte en objeto de contemplación visual. Eso es teatro.

–A diferencia de otras artes de las cuales queda un testimonio con miras al futuro, en el teatro esa creación se diluye al final de la función. ¿Usted cómo convive con el presente escénico que no engendra una huella material cuando el telón baja?

–Es cierto. Por ejemplo, hoy en día hacemos intentos desesperados con el video; no obstante, no hay nada más aburrido que mirar una obra teatral en una pantalla por más que existan ediciones extraordinarias como lo hecho por el National Theatre de Inglaterra, que sí manifiesta despliegues técnicos desde ese formato; sin embargo, eso no es teatro. El teatro es la presencia, el encuentro y el ritual, al menos así lo entiendo.

Descendimientos

  • ¿Cuál es esa herida que lo condujo hacia las artes escénicas?

–La necesidad de encontrarme con otros. Fui un joven que, durante mucho tiempo, miró solamente su ombligo. Rápidamente me asaltó la sensación de fugacidad y la presencia de la muerte, así como pérdidas importantes y melancolías de mi padre. Él fue un hombre muy herido por el tiempo, por su infancia y la muerte de su madre. Lo recuerdo ebrio diciéndome: “Lo único que te enseñaré será mi propia muerte”. Son huellas que requieres sanar. El teatro me ha ayudado a estar mejor en el mundo y en la vida. El teatro es un espacio al que lo atraviesan la memoria y el presente, pero no puede quedarse sólo ahí.

–Hace un rato usted expresó que el teatro permite descender a los infiernos. ¿Qué existe en ese lugar?

–Luz. No pensemos eso meramente como revolcarnos en un lodazal. Debemos bajar para retornar con un conocimiento de la vida y de la gente, así como de tu corazón. Me acuerdo del discurso de William Faulkner al recibir el Premio Nobel, allí pidió que no escribamos solamente con las entrañas, sino que también debemos darle una esperanza a quienes nos leen. Si bien he escrito algunos textos muy oscuros, también hice otros donde tragicómicamente compartí una esperanza. Ahora eso me importa mucho más que antes.

–¿Cuál es la estructura desde donde está construida su mirada como dramaturgo y director teatral?–La gran fortuna de nacer en una familia popular y haber crecido en un barrio como la colonia Guerrero. Miré la crudeza de lo que implicaba vivir allí. También resalto el horizonte de contar con un padre que me dio su sensibilidad para hacer, finalmente, un trabajo artístico. Él fue un hombre con una enorme bondad, aunque también con unas heridas terribles. No hacía daño a nadie, sino que se lo infligía a sí mismo. Además, tuve una madre con un enorme respeto por el conocimiento. Ella quiso ser médica, esa fue su ilusión de vida. Murió su padre cuando ella tenía quince años y se hizo cargo de sus siete hermanos para quienes, prácticamente, fue su mamá. Todo eso te da el temple de una manera de vivir y una veneración por lo que no pudo ser.

–¿En la casa de su infancia existió algún librero?

–Nada. Un libro de contabilidad, la Biblia y muchos cuentos de mi abuela. ¡El libro de la vida más la observación cotidiana! También la historia, pues el 2 de octubre de 1968, con seis años de edad, me recuerdo asomado en la ventana de mi cuarto y mirando cómo los tanques pasaban por mi calle hacia Nonoalco. Esa fue mi primera irrupción en la historia al estilo de lo dicho por el personaje de Stephen Dedalus, creado por James Joyce: una pesadilla de la cual me quiero despertar. Sumaría lo popular, la lucha libre, el boxeo y el circo en los patios de la estación Buenavista. No olvido los trenes que me dejaron una melancolía permanente y un anhelo de viajar.

Una necesidad humana

–Su creación artística ha curado en algo las heridas que le antecedieron familiarmente…

–Seguramente. Todo aquello era profundamente teatral: la vida en ese lugar, los personajes tan peculiares en términos de un México de barrio con sus tragedias y sus cosas sumamente resplandecientes. Mi mamá fue gustosa de los cuentos que escuchaba aquí y allá, a diferencia de mi padre que estaba anclado en el pasado con historias no precisamente luminosas. La herida habitada no se cierra, aunque se tolera y se aprende a vivir mejor.

–¿El arte sirve para eso?–Batallo por escribir obra política e histórica, pero el arte no transforma la realidad, sino que transforma a las personas y ellas cambian la realidad. El arte ayuda a vivir y forma tu educación sentimental. Te da herramientas para nombrar tus zonas oscuras, pensar utopías o apocalipsis… El teatro es contrapunto: luz y sombra, arriba y abajo, polifonía, ambigüedad. Es una necesidad humana.

–Para usted, ¿la escritura es una necesidad como quien se halla urgido por sacarse de encima cierta comezón o es más la búsqueda de algo?

–Ambas cosas están mezcladas. Pienso en cuentos de cazadores: te metes a la selva oscura y crees tener el oficio para matar al tigre. Repentinamente, te das cuenta de que no eres el cazador sino la presa. El tigre está siguiéndote. Me gusta la descripción que Julio Cortázar hace sobre esa sensación del cuento como pesadilla: una alimaña subiendo por tu cuerpo y sientes que llegará a tu cara. Cuando los finales se precipitan, aquello es como un impulso por acabar el texto para arrojar al animal que descubriste y que puede aniquilarte.

–Escribir no es seguir una receta de cocina…

–Margules así lo contaba a propósit de la puesta en escena: por técnica se despega y por intuición se vuela. Él nunca negó ni el oficio ni la técnica, pero en un punto afirmó que opera otra fuerza al volar. Cuando entro en ese estado debo escribir a todas horas, donde se pueda, sin ningún ritual de por medio.

Un fantasma cabalgando

Las últimas preguntas a David Olguín giran en torno a la vida, la maldad y el milagro. Él define así la experiencia de estar vivo: “Una aventura, un viaje, una batalla con uno mismo. Hijos que te hacen aprender. Amor a los otros. Quitarte lastres y mirar qué traes en tu equipaje. Viajar ligero y depender de ti”.

–¿Por qué los seres humanos dañamos?

–Es monstruosa nuestra condición. El sinsentido y la gratuidad del mal, eso creo que sólo está en nosotros. De repente uno piensa que únicamente los animales valen la pena en el mundo.

–¿Cuál es el milagro?

–Vivir, tolerar y aprender. El teatro es un mecanismo de conocimiento y de aventura humana. En este país es un milagro hacer teatro. Contribuyó a la construcción de este lugar, El Milagro, pero es una aventura colectiva hecha directamente por otras personas: Gabriel Pascal, Daniel Giménez Cacho, Pablo Moya, Laura Almela. Y muchísimos actores y varias compañías de teatro independiente. En el teatro cabalgas sobre el tiempo, así como el Nosferatu, vampiro de la noche, de Werner Herzog: al final, trepado en un caballo como en la nada, rodeado de niebla. Llegará un momento en que me iré tanto del teatro como de la vida, y quedaré ahí como fantasma. Ese tránsito me agrada. Hay que vivir sin aferrarse.

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