Alguien me preguntó la semana pasada, que cómo reaccionaría si me encontrara al amor de mi vida, 23 años después.
Me declaro incompetente para responder.
En este momento desconozco quién sea el amor de mi vida.
Si hablara de amores, sin duda, me dedicaría a definir todas las virtudes de los Tres Mosqueteros que, sin el Lobo Feroz, todos los días dan pinceladas de locura y un poco de cordura a mi vida.
El preámbulo es para comentar la indefensión del ser ante su sentimiento, ante la desnudez del alma que esto provoca y la vulnerabilidad de la fachada cuando, ante el ojo escrutador de los otros se enfrenta. Cuando, desprovistos de los afeites de la hipocresía, nos encontramos frente a frente con el otro.
¿Qué tanto es capaz de expresar la mirada cuando miramos a quién no nos provoca nada? ¿Cambia acaso la expresión de la misma cuando nos miramos en los ojos de quien alguna vez amamos? ¿Es que de verdad el amor acaba, o donde hubo fuego una mirada es capaz de encender incendios?
Todas esas elucubraciones, y tantas otras, las pensé luego de que me regalaran un video, a través de mis redes sociales. Además, concluí que, si fuera el amor de mi vida, sería el que está presente en ella, no alguien que desapareció hace 23 años. Además todo tiene fecha de caducidad. Qué ridiculez pensar que 23 años después alguien se atreva a tener un efecto en mí.
Entonces vi el vídeo. Se trataba de la artista serbia Marina Abramovic, ataviada con un vestido rojo, con intención de no ser llamativa en el MoMA, donde expuso la muestra “The Artist is Present”, que incluía 50 piezas, trabajo de 40 años de carrera. En algunas colaboró Uwe Laysiepen, Ulay, gran amor de Marina, de quien se despidió luego de 10 años de permanecer en pareja, con una elegante ceremonia realizada en la Gran Muralla China. Caminaron dos mil 500 kilómetros. Al encontrarse se abrazaron y dijeron adiós.
Luego de 23 años, Marina y Ulay coincidieron en Nueva York, en el museo. Ella presentó un performance, en el que invitaba a los participantes a sentarse frente la serbia por un minuto, observarse, no hablar. Solo mirar.
La sorpresa fue mayúscula, y lo que le sigue en superlativos, cuando Ulay llegó. Marina, al abrir los ojos, tal vez experimentó un cúmulo de sentimientos que se dejaron de manifiesto. Dolor, pasión, entrega, felicidad, perdón, comprensión, quizá, por aquello que no volverá. Lloró.
Conmovedor, sensual y maravilloso.
Me atrevo a decir que cuando el amor es verdadero traspasa los límites del tiempo y del espacio y ahora entiendo perfectamente esa frase en el “Drácula”,de Bram Stocker:
“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…”
Una esperanza para los que aman y un rayito en la oscuridad del cinismo de los que nos hemos burlado de la existencia del amor en una forma tan pura.
PAT
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