El partido de futbol celebrado el pasado domingo 25 de junio entre las selecciones de México y Honduras, que se disputan la Copa Oro, me despertó el deseo de escribir sobre el fenómeno cultural que significa este deporte en nuestro país. Quisiera reducir el tema a una sola entrega, pero me parece pertinente explayarme para tener un mejor agarre argumentativo, así que agárrense.
Actualmente –y no me tiembla el pulso al escribirlo– el deporte es la forma de conflicto socio-político más representativa entre dos o más grupos humanos. No es la más vieja de las relaciones, pero sí es la heredera –bastarda o legítima– de la práctica más añeja que supone el enfrentamiento organizado entre grupos humanos con el propósito de controlar recursos naturales y humanos: la guerra.
Pensemos sólo por un momento –y con optimismo– que el deporte sustituye a la guerra por cuestiones nobles. No podemos sustraernos al hecho de que gracias a nuestra naturaleza hoy en día aún debemos mantener o intercambiar relaciones de poder, dirimir disputas económicas o territoriales. La guerra, entonces, sería un instrumento político al servicio del Estado u otra organización que persiga justamente estos fines políticos. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el mundo transita por caminos de paz acordada? La Historia nos ha demostrado que la humanidad no puede permanecer demasiado tiempo sin enfrentarse a sí misma. Parece ser que su axioma favorito es aquel que acuñó Vegecio: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Bajo ese tenor cabría preguntarnos si no el deporte podría hacer suyas las premisas de la guerra para acceder más o menos a los mismos objetivos.
Este principio se antoja alentador. El deporte podría ser el sustituto ideal de la guerra porque no supone la pérdida de vidas humanas, el sacrificio de la supervivencia o la extinción de la especie. Y, sin embargo, través de la competencia física, basada en reglas preestablecidas, la humanidad podría colmar ese apetito natural por imponer condiciones de supremacía o, parafraseando a Karl von Clausewitz, darle continuidad a la política por otros medios.
Ser testigos de un triunfo deportivo de nuestro equipo, de nuestro representante, de nuestro paisano, significaría que nuestro imperio se expande o se mantiene en una guerra lícita bajo un aspecto moral. Al final de una contienda enarbolamos nuestras banderas, los símbolos de nuestra identidad y por nuestros blasones seremos conocidos.
Visto de este modo, el deporte bien podría ser un genuino descendiente de la guerra. Pensemos en el hecho de que algunos combates establecían reglas a priori y había en ellos un cierto grado de caballerosidad. No nos vayamos muy lejos en el tiempo: los mexicas y los tlaxcaltecas celebraban periódicamente combates armados cuyo único objetivo era religioso. Al término de la escaramuza, y sin derramamiento de sangre, cada bando llevaba consigo a cierto número de guerreros cautivos para ofrecerlos en sacrificio de sus respectivos dioses.
En términos de estrategia, el deporte puede alimentarse con suficiencia de los ancestrales conceptos del arte de la guerra, ya que hay prácticas deportivas que comparten un alto grado de afinidad con el arte. Además, hay en ello tácticas y estrategias y aun cierto impulso para redefinirnos como seres humanos. “Conócete a ti mismo, conoce a tus enemigos y ganarás la batalla”, escribiría Sun Tzu. Continuaré la próxima semana.