Alfredo III: el príncipe claudicante

Desde que el mítico profesor Carlos Hank González mostró apetito político para trascender del ámbito local a lo nacional, prácticamente todos los gobernadores del Estado de México han tenido una vocación de poder absoluta. Buscando desde espacios en la escena nacional hasta la candidatura a la presidencia de la República para su partido. Por eso extraña tanto una dócil conducta de Alfredo del Mazo Maza durante su mandato. Heredero de una rica prosapia, su ascenso al poder fue un destino manifiesto. Alfredo del Mazo se repite tres veces en los nombres de los gobernadores; sin embargo, sus ancestros vinculados a la política no pudieron conocer la historia de “Alfredo III; el príncipe claudicante”: 

Sea por un acuerdo signado desde su arribo al poder en 2017 o por un cúmulo de adversidades políticas registradas recién inaugurado su gobierno (el temblor del 17S), las notas periodísticas en Andorra (FORBES MÉXICO, 2019), su desconfianza contra los políticos tradicionales de la entidad, que le ofrecieron un aporte de votos que nunca llegaron en su pírrico triunfo contra Delfina Gómez a quién derrotó por una diferencia de 2.7 puntos porcentuales, personaje al que entregará el poder y con ello, el legado propio de un partido que se mantuvo en la gubernatura por décadas. 

Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre… emplear las cualidades de ambas naturalezas… hay pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos”, (Maquiavelo, 1999, pág. 89), proponía en su célebre obra “El príncipe” uno de los padres fundadores de la ciencia política. Alfredo del Mazo podrá tener la astucia de un zorro que le permitieron terminar su periodo sin sobresaltos, pero careció del empuje de sus ancestros y de la vocación de poder de sus antecesores. 

Max Weber, un clásico en la literatura especializada establece un vínculo entre la ética y la política en su ensayo “la política como profesión”. Escribió que el poder tiene su propia moral, su lógica oculta al ojo externo y su propia racionalidad: “quiero algo bueno, pero quiero al mismo tiempo algo malo: esto malo va a eliminar aquello que obstaculiza mis buenos fines”. En otras palabras, los medios justifican el fin. “Hágase lo que se deba, aunque se deba lo que se haga”, reza un viejo apotegma local.

El fin superior de cualquier político profesional es en consecuencia mantener el poder, hacerlo bajo un cierto marco normativo, no le impide de acuerdo con las leyes vigentes hacer todo lo necesario para lograr su cometido sin abusar del cargo, o a pesar de ello, no exponerlo al ojo público, esa es la racionalidad del oficio político y vocación del poder.  Alfredo III, claudicó apenas inició el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y su sexenio terminó para todo efecto político el primero de diciembre del 2018, desde ahí todo se alineó para mantenerse subordinado al poder presidencial en turno; carente de la vocación de poder como las de Hank González, Chuayffet, Ignacio Pichardo Pagaza, César Camacho, Arturo Montiel, Enrique Peña Nieto o Eruviel Ávila, el periplo  de Alfredo III terminó por voluntad propia anticipadamente, abdicó en su horizonte hereditario y sucumbió ante un poder mayor con el que prefirió fraternizar para ganar su perdón o su clemencia; eso, no lo sabemos hoy, pero tarde que temprano la razón oculta será pública, pues un príncipe que pronto desmerece a sus antepasados y, “dejando de lado las acciones virtuosas pensaron que los príncipes no tenían que hacer otra cosa más que superar a los demás en suntuosidad y lasciva, comenzando el príncipe a ser odiado”, (Maquiavelo, 1999). 

En la renovación de la gubernatura, no había mucho que hacer, el destino ya había marcado el fin de una elite política que combinó rasgos hereditarios que van desde el juniorismo hasta una especie de renovación endogámica que solo repetía los viejos apellidos de abolengo local ahora con rostros y cuerpos mas jóvenes, pero con las mismas prácticas autoritarias ampliamente conocidas tanto en el sector público como en el partido político que usaron para acceder al poder, pero que no entendían ni estaban vinculados emocionalmente con esa agrupación, como si lo están sus militantes que fueron pésimamente tratados los últimos 20 años.

 El poder premia a quien lo cuida y desprecia a quien lo que dilapida. Un príncipe sin oficio político ni vocación de poder traiciona su herencia y claudica por los mezquinos intereses personales, que más pronto que tarde estarán a la vista.

TAR