El Rey volvió a su templo. Y los súbditos fueron indulgentes ante su monarca, Saúl Canelo Álvarez, quien no pudo pulverizar al británico John Ryder. Sin el nocaut prometido ni la exhibición de autoridad esperada, el mexicano retuvo el título indiscutible de peso supermediano por decisión unánime.
Un combate que se esperaba con desenlace dramático para el retador y que por momentos estuvo a punto de finalizar de esa manera, pero que por la fuerza del orgullo logró mantenerse en pie hasta el último episodio.
Esta fue una noche especial para el campeón mexicano, quien volvió a pelear en México después de 12 años de no hacerlo. Regresó a Guadalajara, la tierra de donde salió para cumplir el sueño de convertirse en una estrella del boxeo. Vaya que lo consiguió y, aunque acumula detractores, demostró que ningún púgil mexicano en la actualidad puede convocar a una multitud en un estadio de futbol como él lo hizo ayer, incluso si el rival no es un contrincante que inspire miedo y el desenlace no es demoledor.
Si las comparaciones inevitables querían ponerlo a competir con el hito del boxeo mexicano, cuando Julio César Chávez convocó a más de 100 mil personas en el estadio Azteca en 1993, quedó claro que la distancia histórica aún es notoria, pero lo que provocó Canelo no es para menospreciar: convocó a una multitud que frisó los cincuenta mil asistentes en el estadio Akron, poco menos de la mitad de aquella noche en Santa Úrsula, Ciudad de México.
Desde que el boxeo es un espectáculo que convoca multitudes y millones de dólares, el teatro alrededor de la pelea también forma parte de su prestigio. Todo peleador pretende impresionar en la procesión que encabeza rumbo al cuadrilátero desde los vestidores, como si ahí se ganara el primer round. Canelo no podía desperdiciar la oportunidad en el regreso a su tierra tapatía sin hacer un número digno de una estrella.
Llegó precedido por una comitiva de estandartes y banderas con el logotipo del peleador para anunciar que estaba por arribar El Rey, como si fuera un Juego de tronos en versión de charrería. Los estallidos de las luces, la pirotecnia y los mariachis le tendieron la alfombra.
Antes, John Ryder ya había subido sin demasiados aspavientos, como obliga su condición de humilde aspirante. El británico tuvo que esperar mientras saltaba sobre las puntas de sus zapatos, no se sabía si para calentar o para mantener los nervios a raya.
Cuando por fin presentaron al Canelo, “el orgullo mexicano”, el maestro de ceremonias parecía a punto de reventar la garganta. Faltaba más, no hay figura del espectáculo de masas que no esté acompañada por la gritería.
El teatro de la crueldad
Canelo salió como un administrador de la crueldad. Había una especie de asimetría entre lo que mostraban uno y otro boxeador. El mexicano parecía que quería prolongar su fiesta y no iba a arruinarla con un golpe que sacudiera la humanidad de Ryder. Había que dejarlo crecer un poco, ganar confianza, para después dar una exhibición de autoridad y poner fin anticipado. Además de que se sabe que Canelo funciona como un motor que tarda en hacer combustión. Lo suyo no es terminar en el prólogo, sino empezar el relato a medida que avanzan las páginas. Necesitaba que el contrincante ganara confianza, que se acercara lo suficiente para estar en la distancia en la que poder intercambiar golpes, eso es un decir, más bien que estuviera al alcance para poder atizarlo bonito.
La guardia hermética del mexicano y su cintura le plantaban un enigma indescifrable al retador. Ryder no tenía más remedio que buscar el cuerpo del campeón con la certeza de que eso es lo que esperaban de él y ahí radicaba el verdadero drama, para hacer algo de daño necesitaba asumir el riesgo de sucumbir ante el experimentado Canelo.
Para el tercer episodio, Canelo empezó a soltar las manos, un upper a la mandíbula del británico y el jab que lastima lento y silencioso, como una enfermedad que no se nota hasta que ha hecho verdaderos estragos a la salud. La derecha del pelirrojo ya había cruzado la cara del inglés y la sangre empezó a fluir de la nariz de Ryder para aportar pigmento y drama al momento.
Hay algo de crueldad en los boxeadores que saben acorralar. Canelo medía a su presa, le hacía sentir que si se acercaba podía hacer algo, pero cuando sentía algo de confianza recibía un puño que lo devolvía a la realidad.
Alguien tenía que gritarle a Ryder desde la esquina que las manos no sólo sirven para hacer daño, sino también para protegerse. El inglés no subía la guardia y eso era un caramelo que hacía salivar al pelirrojo. Le soltaba golpes seguidos con la izquierda y en seguida le atizaba al estómago, lo que sufría Ryder no era un estallido, sino el tumulto del castigo.
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Primera caída
Pese a los golpes que encajaba, el inglés salió con mayor solidez para el quinto round, caminaba hacia los costados para no quedar a merced del Canelo y de vez en cuando se atrevía a meter las manos entre la guardia del mexicano. Pero el pelirrojo parecía un depredador que no necesitaba de la prisa, porque lo que quería ya lo tenía. Ryder no vio ni siquiera de dónde llegó la mano derecha que lo envió al suelo. Tuvo que levantarse aturdido y esperar la cuenta para reponerse.
“No le va a seguir pegando en este round”, se escuchaba entre los espectadores. “Lo va a dejar vivir uno o dos más, no puede terminarlo tan pronto”, decían de forma un poco desalmada.
Ryder, mientras tanto, lucía sangrante y sin posibilidades. Pero se las arregló para seguir de pie, con esfuerzos tremendos para no sufrir más castigo. Canelo no necesitaba ocuparse a fondo, sólo un poco más para ese rival herido al que sólo parecía hacerle falta un soplo para dar con su alma en el suelo.
A medida que avanzaba la pelea, el cuerpo de Ryder expresaba la crueldad del boxeo. Entintado en su propia sangre que manaba desde la nariz y que Canelo se encargaba de esparcir con los guantes como si se tratara de pinceles. El cuerpo como un lienzo que se rasgaría en cualquier instante ante el campeón mexicano.
Canelo lo tiró en dos ocasiones durante la pelea y por momentos lo tuvo oscilando como un metrónomo de sufrimiento que no terminaba de caer. Tic, toc, tic, toc, de un lado a otro para evitar desplomarse una vez más mientras Canelo parecía un niño que quería terminar la tarea ahora sí de un pincelazo.
De pronto, como si una fuerza se depositara en el cuerpo del británico, se mantuvo digno y en vertical, con demasiados esfuerzos, pero sin desplomarse. Canelo no lo liquidó cuando lo tuvo a merced y al final no pudo derribarlo.
“Sabía que sería un rival difícil porque es un guerrero”, dijo el Canelo, “un contrincante como él, valiente y sin nada que perder, se vuelve más peligroso”.
Canelo agradeció a los asistentes y se detuvo al pensar en los niños que acudieron a ver a su ídolo.
“Me hacen recordar que cuando niño soñaba con triunfar, pero nunca imaginé que sería de este modo. Estoy orgulloso de nuestro país y ¡que viva México, cabrones!”.
Información de La Jornada
TAR