De las dos definiciones que la Real Academia Española de la Lengua propone para el vocablo “batiburrillo”, la segunda es la más clara: “En la conversación y en los escritos, mezcla de cosas inconexas y que no vienen a propósito.” Acudir al tumbaburros se hizo necesario para precisar que en eso, un batiburrillo y no otra cosa, consiste la producción de Netflix titulada No negociable, cometida por el comediarromantiquero argentino Juan Taratuto en lo que corresponde a la dirección, y guionísticamente perpetrada por los argentinos Julieta Steinberg, guionista y directora decantada desde sus inicios a la comedia romántica más ligera; Daniel Cúparo, publicista devenido argumentista y director de cine; Marcelo Birmajer, narrador y guionista que ha prestado sus servicios en producciones asaz más decorosas, junto con el mexicano José o Joe Rendón, responsable de montones de telenovelas y videos musicales, que ha sido empleado contumaz en Televisa y TV Azteca.
En cuanto al argumento, es como si a cuatro reparadores de licuadoras se les hubiera encargado la puesta en marcha o la reparación de una central eléctrica; no se electrocutarán al agarrar los cables pero, por más que le hagan, aquello no funcionará como debiera porque de cosa eléctrica sí saben, aunque limitadamente. Véase si no: todo comienza con un negociador en secuestros –Mauricio Ochmann, siempre dando la impresión de que tiene con qué pero no quiere– emproblemado con su psicoanalista esposa –Tato Alexander, dígase eficaz y ya–, en un matrimonio susceptible de zozobra. Entretanto, el Presidente de un país que no se dice de lleno pero debe ser México, es secuestrado con el propósito de lograr una mezcla de venganza personal teñida de reivindicación social o algo así; el autor, motivado por la muerte de su esposa en un hospital público donde no hay medicinas para el cáncer, es un exmiembro de un tal Grupo de Operaciones Especiales gubernamental, despedido por haber provocado la muerte colectiva de unos secuestrados.
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A estas alturas, el batiburrillo quizás aún no llega a serlo, pero en eso se convierte cuando resulta que el secuestrador y el negociante son viejos conocidos, que aquél culpa a éste de su defenestración, que la esposa del último es tomada también como rehén –de modo que la venganza dejó de ser contra el sistema
ni sirve para honrar la muerte de la esposa, sino para cobrarse afrentas viejas–, que al Presidente se le hace confesar, vía polígrafo y mientras es grabado, toda suerte de corruptelas que desmienten su carácter popular de gente honesta, que hay una secretaria de Gobernación relamiéndose el bigote al sentir posible su ascenso a la Presidencia –para quedar al final del filme como un enorme cabo suelto–, que todo se resuelve con un pobrísimo discurso de otro negociador intoxicado de gomitas con marihuana y, en un epílogo desaforado, que secuestrador y negociante parlamentan para un eventual intento de hacerse con el poder en el país para que, ahora sí, con el expresidente tras las rejas y su gabinete renunciado, haya justicia de-a-deveras. Epílogo del epílogo, el negociante a esas alturas fuera de la corporación policial, ya es feliz con su psicoanalista esposa.
Da la impresión de que cuatro plumas o teclados no sirven, juntos, para obtener un poco de orden y concierto en una trama pero, más que otra cosa, para evitar la tentación de la grandilocuencia y el exceso ni tampoco, es evidente, para moderar lo que parecería el sueño del derefacho mexicano –amén del desplazamiento a un segundo plano de lo que se suponía el centro de la trama, es decir, el matrimonio emproblemado–: ver al presidente mexicano actual tras de las rejas por corrupto y mentiroso, a causa de una confesión forzada y una revuelta social, aquí, de pacotilla. El desasimiento de la realidad es monumental y cabría atribuirlo al desconocimiento pampero de lo que pasa en México: tres guionistas contra uno, y ese uno, aunque suene ad hominem, creativamente intoxicado de lo que se escribe para Televisa y TV Azteca. Así no hay modo.
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