Por Jesús Delgado Guerrero
Desde tiempos bíblicos, además de Judas, fariseos, romanos y otros, los recaudadores de impuestos cargan con el sambenito de ser unos individuos codiciosos, cuasi saqueadores de las menguadas economías familiares, semejantes al banquero moderno que incluso perdiendo gana, como ha sucedido durante la pandemia Covid-19.
Con las notables excepciones de Zaqueo, nombre del publicano acaudalado, digno de compasión y converso según los textos religiosos, y de Miguel de Cervantes Saavedra (nada popular entre el campesinado debido al servicio que prestaba al rey Felipe II como comisario de la Hacienda Real, encarcelado luego por la quiebra de un banco al no cumplir adecuadamente la encomienda), muy pocos han logrado sacudirse la ancestral etiqueta.
Por eso los políticos (alcaldes, diputados, gobernadores…) no llaman al pago de impuestos ni colocan sus fotografías con sonrisa de pose en lonas o mamparas, tal como hacen actualmente para convocar a la población a la vacunación anti Covid-19. No hay nada más antipopular, nada que reste más votos en las urnas, que un despliegue fiscal.
Pero alguien tiene que realizar esa tarea. Los responsables no están para caerle bien a nadie (preocupación y hasta alarma debe generar que un recaudador- tesorero, secretario de finanzas, etc.- sea el más “popular”, incluso entre sus compañeros funcionarios) sino para cumplir su labor de la mejor manera porque en otra forma cualquier gobierno es imposible.
Hasta ahora el SAT ha hecho de recaudador en forma aceptable, principalmente entre los grandes evasores y otros escurridizos, ganándose su antipatía, pero por los anuncios de las autoridades federales de que ya se está “cocinando” una reforma fiscal todo pinta para un nuevo “parche más”; en efecto, se necesita facilitarle la vida al contribuyente, pero no sólo eso.
La situación, agudizada por la pandemia, supondría un rediseño radical del sistema tributario, actualmente semejante a un paraíso fiscal (y aún así, no faltan empresarios y políticos que sean clientes en Andorra).
Hay mucho qué hacer, como por ejemplo, establecer impuestos a plataformas digitales, a las herencias, a las transacciones financieras, a las ganancias de capital (beneficio obtenido por la venta de un activo); el aumento de tasa impositiva a las grandes empresas (sobre todo al “opaco 1 por ciento” del que sólo Hacienda sabe cuánto paga) y un largo etc.
Si no se van a crear nuevos impuestos ni a aumentar los que ya están, como se ha dicho, la llamada “Cuarta Transformación” no va a pasar de ser un mero enunciado sexenal. Además, va a enfrentar serios apuros para cumplir con diversos compromisos, entre estos las pensiones a los adultos mayores que, según el presidente Andrés Manuel López Obrador, se entregarán a personas no de 68 años, como sucede actualmente, sino a partir de los 65 años de edad, y se duplicarán gradualmente hasta el año que concluye su mandato.
En total, para el 2024 se calcula que se presupuestarán alrededor de 370 mil millones de pesos y se entregarán 6 mil pesos bimestrales a unos 10.3 millones de adultos mayores. Es una buena noticia y es bien merecido para todos los beneficiarios.
Empero, el espacio fiscal del gobierno, es decir, lo que dispone de gasto, se reduce cada vez más. Este año será de 2.0 por ciento del PIB, esto es, unos 511 mil 545 millones de pesos (al pago del servicio de la deuda se irán 718 mil 193 millones de pesos, lo que habla del grave impacto de ésta a las finanzas públicas).
Ante ello, es de esperarse que por cautela política y debido a la contienda electoral, y no por proteger la piel de etiquetas, no se están ofreciendo pormenores de la pretendida reforma, pero la situación impone dejar atrás un sistema históricamente “blandengue”, ya por motivos electorales, clientelares y económicos. (La coartada petrolera ya no existe… nunca debió existir).
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