Para evitar desequilibrios entre el aburrimiento depresivo y el júbilo desbocado en tiempos mortuorios, la historia del muro que se atribuye al ahora ex presidente Donald Trump debe acompañarse con letra y música de la banda británica Pink Floyd pues no sólo es una ironía sobre el fracaso de la educación, sino primordialmente lo es en torno del naufragio de decenas de tratados comerciales que, al tiempo que invocan la libertad con un pretendido aterrizaje final a paraísos jamás vistos, promueven fortificadas paredes y obligados y masivos destierros.
En esa forma, lo de Trump fue “sólo un ladrillo en la pared”, dirían los vates rocanroleros, uno de los muchos que desde 1994 comenzaron a formar hileras en la frontera al amparo del gobierno del ex mandatario Bill Clinton (sí, del Partido Demócrata, el mismo del ahora presidente de los Estados Unidos, Joe Biden).
Quizás sea una mera coincidencia, pero la construcción del muro se inició en el mismo año en que, enfebrecidos, nuestros gobiernos neoliberales trompetearon el arribo al primer mundo con la entrada en vigor del Telecé (Tratado de Libre Comercio, antecedente del T-MEC), parte de una histérica carrera para firmar tratados de libre comercio pero olvidando el diseño de una política industrial local que hiciera frente a todas las desventajas con el poderoso vecino (la esquizofrenia neoliberal no pudo ser mayor: inauguró la era de la “apertura-cerrada”, con sus respectivos monopolios).
Así, vendidos como el nuevo Bálsamo de Fierabrás cervantino, capaz de hacer el milagro de curar palizas, enderezar entuertos, socorrer viudas y menesterosos (algo así como la vacuna anti-covid-19 para desfacer desastres), los telecés no sólo sirvieron para la sonrisa de pose de los gobernantes y pasar como supuestos diplomáticos de altos vuelos, sino para apresurar uno de los mayores éxodos de mexicanos, hombres y mujeres, hacia el vecino país (¿12 millones, 13 millones?).
El remoquete de “espaldas mojadas”, “braceros”, etc… mutó en la jerga de uso del capitalismo salvaje: “migrante”, inserto en una nueva ola de “movilidad mundial” impulsada por el espíritu aventurero y vagamundo de nuevos nómadas, según la narrativa alcahueta.
Se intensificó entonces una era ilusoria donde, como supuso el “Ulrich” de Musil (El Hombre sin Atributos), los deseos comenzaron a repartir consuelos (“no se me desavalorine, el futuro nos espera”) acompañados de las sopas de beneficencia (programas pronasoleros, cruzadas contra el hambre y comedores populares).
Pero la diferencia fue detallada hace varios siglos: el destierro económico se expresa por la búsqueda de comida, y el destierro espiritual es otro alimento para lograr que el país de origen pueda sobrevivir, según el novelista británico Jonathan Swift (de ahí que las remesas superen cualquier inversión privada o estatal, para contrariedad y gozo, respectivamente).
Por todo eso y no obstante el entusiasmo del reducto neoliberal por la llegada de nuevas autoridades a los Estados Unidos, no hay que ilusionarse demasiado. Detener la construcción del muro, como ordenó Biden, no significa que lo van a derribar, porque la presunta apertura comercial no se explica sin el cierre de fronteras, un descarado proteccionismo y el levantamiento de muros y vallas anti-desterrados. Va junto con pegado.
Porque no sólo es Estados Unidos: véase que en Europa también abundan los Clinton y los Trump: en Calais -Francia-, para cerrar el paso hacia Inglaterra; las acciones de los países Bálticos y Rusia, ésta y Noruega; Eslovenia-Croacia, España-Marruecos-; Austria-Eslovenia; Macedonia-Grecia; Hungría-Servia-Croacia; Bulgaria-Turquía y Grecia-Turquía.
Quien proclamó que la caída del Muro de Berlín supuso “El Fin de la Historia” en realidad sólo intentó ocultar, como pensaría el clásico Clausewitz, la continuación de la misma por otros medios (mientras prevalezcan ideas miserables, así será).
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