Él se levantaba en la mañana, se echaba sobre los hombros el viejo chaquetón de marino, la única prenda de sus tiempos felices que se había salvado, descendía al mercado a la orilla del mar y, al bajar de la vieja casa medio derruida, murmuraba de modo que lo escuchara la vecina:

–Esta es pasión, no caldo… es amor y no es anciano.

Lo decía con tanta frecuencia, que las muchachas vecinas que lo oían al final se lo pusieron de apodo: “don Yanniós el Amor”.

Porque ya no era joven, ni bello, ni tenía dinero. Todo se lo había gastado muchos años atrás, junto con el barco, en el mar, en Marsella. Había iniciado su profesión con ese chaquetón cuando se embarcó como marinero en la bombarda1 de su primo. De su paga de cuanto recibía de los viajes, adquirió acciones del barco, luego un barco propio y realizó buenas travesías. Había vestido paños ingleses, chalecos de terciopelo, sombreros de copa; se había colgado relojes con cadena de oro y había ganado dinero, pero acabó con todo eso en su tiempo con las Friné2 de Marsella, y ya no le quedaba más que el viejo chaquetón que llevaba echado sobre los hombros cuando bajaba en la mañana a la playa, para embarcarse de acompañante en alguna bracera3 de flete barato, o para ir en alguna barca ajena a sacar un pulpo en la bahía.

No tenía a nadie en el mundo, estaba solo. Se había casado y había enviudado, había tenido un hijo y lo había perdido.

Y al caer la tarde, en la noche, a medianoche, después de beber algunos vasos de vino para olvidar o calentarse, al volver a la vieja casa medio derruida, vertía en alguna canción su pena:

Callejuela mía larga y estrecha con tu bajadita

hazme también a mí vecino de tu vecinita

y a veces, quejándose con buen humor:

Vecina, vecina, habladora y falsa

ni una vez dijiste tú, ven mi Yanniós pasa a la casa

Pesado el invierno, días de cielo cerrado. Nieve arriba en las montañas, aguanieve abajo en el campo. Las mañanas recordaba la canción popular:

Llueve, llueve y cae la nieve

y el pope con el molino de mano muele.

No molía a mano el pope, molía la vecina, la habladora y falsa de la canción del don Yanniós. Porque eso era, una molinera que trabajaba con las manos, que giraba el molino de mano. Nótese que en aquel tiempo los arcontes del lugar tenían a mal comer pan amasado con harina de molino de agua o de viento, y preferían la molida en molino de mano.

Y la Habladora tenía mucha clientela. Resplandecía, tenía grandes los ojos, rosadas las mejillas. Tenía esposo, cuatro hijos y un pequeño asno para llevar la molienda. Υ los amaba a todos; a su esposo, a sus hijos, a su pequeño asno. Sólo no amaba a don Yanniós.

¿Quién lo amaría a él? Estaba solo en el mundo.

Había caído en amores con la vecina, la Habladora,
para olvidar su barco, las hetairas de Marsella, el mar y sus olas, sus penas y desenfrenos, su mujer, su hijo. Y había caído en la bebida para olvidar a la vecina.

Con frecuencia, cuando volvía en la tarde, la noche, la medianoche, con el chaquetón desprendido y resbalando de sus hombros, su sombra se proyectaba larga, alta y delgada en la callejuela larga y estrecha, y los copos de nieve, moscas blancas, bolas de algodón, hacían remolinos en el aire y caían en el suelo, y veía la montaña ponerse blanca en la oscuridad, veía la ventana de la vecina cerrada, muda, y el tragaluz de la casa brillar empañado, turbio, y escuchaba el molino de mano crujir todavía. El molino se detenía y oía cómo a ella no le paraba la boca y recordaba a su esposo, a sus hijos, al pequeño asno, y que a todos amaba, pero a él no volteaba a verlo siquiera, y entonces, envuelto en humo blanco como se ahúma a la colmena, aturdido como el pulpo con verbasco,4 se hundía en divagaciones filosóficas e imágenes poéticas:

–Si el amor tuviera dardos… si tuviera trampas de lazo… si tuviera llamas… que perforara con sus dardos las ventanas… que calentara los corazones, que tendiera sus trampas arriba en la nieve… Un tal viejo Feretzélis atrapa con sus trampas miles de mirlos.

Se imaginaba el amor como un especie de viejo Feretzélis que pasa sus días allá en lo alto de la colina sombreada de pinos, tendiendo trampas de lazo en la nieve para atrapar inocentes corazones como mirlos ateridos que en vano buscan la última oliva madura en el suelo del olivar. Se acabaron los pequeños frutos alargados de los olivos silvestres del monte Varandá. Se acabaron las bayas del mirto oloroso en el arroyo Marmús. Ahora el canto de los mirlos de oscuro plumaje y los alegres zorzales son víctimas del lazo del viejo Feretzélis.

La noche siguiente cuando volvía, no muy borracho, echó una mirada a la ventana de la Habladora, se encogió de hombros y murmuró:

–Un Dios nos juzgará… y una muerte nos separará.

Y luego, con un suspiro:

–Y un cementerio nos unirá.

Pero antes de irse a dormir le era imposible no cantar por lo bajo su habitual:

Callejuela mía larga y estrecha con tu bajadita

hazme también a mí vecino de tu vecinita.

La noche siguiente la nieve tendió su sábana en toda la estrecha y larga callejuela.

–Sábana blanca… que nos ponga blancos a todos ante los ojos de Dios… que blancas se pongan nuestras entrañas… que no tengamos maldad en el corazón.

Tenía una vaga imagen, una visión, un sueño despierto. Como si pudiera la nieve aplanar y blanquear todas las cosas, todos los pecados, todo el pasado: el barco, el mar, los sombreros altos, los relojes, las cadenas de oro y las cadenas de hierro, las prostitutas de Marsella, el desenfreno, la desdicha, los naufragios; que lo cubriera todo, que lo purificara, lo amortajara todo, para que no se presentara desnudo y descubierto, como salido de orgías y danzas europeas, ante los ojos del Juez, del Hijo de Dios, del Trisagio.Que blanqueara y amortajara la callejuela larga y estrecha con su bajadita y su mal olor y la casita vieja a punto de derrumbarse, y el chaquetón sucio y harapiento: que amortajara y cubriera a la vecina, la habladora y falsa, y su molino de mano y su cordialidad, su hipocresía, su parloteo y su brillo, su rubor y su carmín y su sonrisa, su esposo, sus hijos y su pequeño asno: ¡que todo, pero todo lo cubriera y blanqueara, que lo purificara todo!

La tarde siguiente, la última, noche, media noche, volvió más ebrio que nunca.

No se sostenía ya en sus pies, ni se movía ni respiraba siquiera.

Duro el invierno, la casa a punto de derrumbarse, roto el corazón. Soledad, fastidio, la gente pesada, mala, insensible. La salud destruida. El cuerpo atormentado, desgastado, las entrañas deshechas. Ya no podía vivir, sentir, alegrarse. No encontraba consuelo, no podía calentarse. Bebía para mantenerse de pie, bebía para caminar, bebía para resbalarse. Ya no pisaba con seguridad el suelo.

Encontró la calle, la reconoció. Se apoyó en una esquina. Se estremeció. Recargó la espalda, afianzó las piernas. Murmuró:

–¡Si tuvieran las llamas amor!… ¡Si tuvieran nieve las trampas…!

No podía formar una frase coherente. Confundía las palabras y los significados.

De nuevo se estremeció. Se sujetó al pilar de una puerta. Por error tocó la aldaba. La aldaba sonó con fuerza.

–¿Quién es?

Era la puerta de la Habladora, la vecina. Ella podría creer con razón que tenía la intención de subir a fuerza a su casa. ¿Cómo no?

Arriba se movían luces y gente. Quizás estaban haciendo los preparativos. Navidad, San Nicolás, Reyes, la víspera. Corazón del invierno.

–¿Quién es? –dijo de nuevo la voz.

Crujió la ventana. Don Yanniós estaba exactamente debajo del balcón, invisible desde arriba. No es nada. La ventana se cerró con una sacudida. ¡Si se hubiera tardado un instante!

Don Yanniós se apoyaba de pie en el pilar. Trató de cantar su canción, pero en su espíritu hundido las palabras le llegaban como naufragios:

“¡Vecina habladora… larga y estrecha callejuela…!”

Apenas articuló las palabras, tampoco se oyeron casi. Se perdieron con el zumbido del viento, en el remolino de nieve.

–Yo también soy callejuela –murmuró–, viva callejuela.

Se soltó del pilar. Se estremeció, se tambaleó, se inclinó y cayó. Tendido sobre la nieve, cubrió con su estura todo el ancho de la larga y estrecha callejuela.

Trató de levantarse una vez y luego se adormeció. Sintió un horrible calor en la nieve.

“¡Si tuvieran las llamas amor…! ¡Si tuvieran nieve las trampas… !”

Hacía apenas un momento la ventana se había cerrado. Si se hubiera tardado sólo un instante, el esposo de la Habladora habría visto al hombre caer en la nieve.

Pero ni él ni nadie lo vio. Sobre la nieve cayó más nieve. Y la nieve se amontonó, se acumuló dos palmos, lo colmó.
Y la nieve se volvió una sábana, una mortaja.

Y don Yanniós se puso todo blanco y se quedó dormido bajo la nieve, para no presentarse desnudo y descubierto, él, su vida y sus actos, ante el Juez, el Hijo de Dios, el Trisagio.

1896

Versión de Francisco Torres Córdova.

Notas:

*Aléxandros Papadiamandis (1851-1911). Prolífico escritor de novelas y cuentos de carácter costumbrista, sobre todo ubicado en su isla natal Skiathos. Más allá del localismo de su obra, se caracteriza por una enorme riqueza estilística basada en la utilización de katharévusa y elementos del dialecto de su isla. La asesina y La gitananita son dos de sus novelas más conocidas. En En blanco, tomo II de su obra en prosa, Odysseas Elytis le dedica un extenso y luminoso ensayo titulado La magia de Papadiamandis.

1. Embarcación usada en el Mediterráneo, de dos palos, el mayor casi en el centro y el otro en la popa. Diccionario del uso del español, María Moliner.

2. Friné, sobrenombre de Mnesareté (conmovedora de la virtud), hetaira griega de gran belleza que vivió en siglo IV aC y murió en 315 aC.

3. Del veneciano brazzera, antigua embarcación italiana a dos velas rectangulares. Diccionario Papadiamandis.

4. O gordolobo, planta cuyo veneno aturde a los peces y se usa en la pesca. RAE.

5. Trisagio, el tres veces Santo, himno que se canta en honor de la Santísma Trinidad.

Aléxandros Papadiamandis*

Corazón del invierno. Navidad, San Nicolás, Reyes.

TAR