A honras del centenario del nacimiento de Luis Villoro – el pasado 3 de noviembre, he decidido republicar el texto que escribí con motivo de su fallecimiento aquel 5 de marzo de 2014, en la Revista Ganando Espacios en mi columna Cultura a Domicilio. Esperando esta acción sirve para releerlo, descubrirlo o conocerlo.
El mundo entero está de luto, el mundo del pensamiento, de la razón, de la existencia. El pasado 5 de marzo se apagó la vida de uno de los últimos hombres de razón, de intelecto, y de valor, Luis Villoro pasó a ocupar su lugar en el mundo de los ausentes, seguramente estará disertando sobre temas de relevancia con José Emilio o quizá hasta con Campbell.
Luis Villoro fue un filósofo en tiempos en que la filosofía es poco menos que un dinosaurio en peligro de extinción, siempre alerta, tal como el vocablo Nepantla que acostumbraba invocar para hablar de su papel social. Fue parte de diversos grupos de corriente filosófica tales como Hiperión (1948–1952), en donde los jóvenes discípulos del maestro José Gaos se reunían a cumplir con el reto de pensar en una sociedad en donde ser borrego es lo que priva y está de moda. Villoro tenía más que claro que un pensador no puede perderse por ningún motivo en la casticidad. Nacido en Barcelona de padre español y madre mexicana, con un sentir mexicano por convicción y al mismo tiempo con un legado ilustrado a través de una Europa más que mitificada por las élites “estudiadas”, pero que él conocía muy bien. La tensión y la contrariedad entre estos dos mundos suyos se refleja más que claramente en uno de sus primeros libros, escrito en 1950: “Los grandes momentos del indigenismo en México”, esta fascinación por un mundo al que deseaba acceder y comprender.
Uno de los rasgos más relevantes del quehacer de Luis Villoro es sin duda, la atención a los problemas de su entorno, lo que pone a la filosofía al servicio de la humanidad y no únicamente como el elefante blanco de las ramas del saber, encumbrada en un pedestal inasible, Villoro desmitifica a la filosofía y la vuelve accesible, aunque no inteligible para los espíritus poco sensibles.
Villoro no fue ese filósofo de biblioteca, embebido en libros y separado de la humanidad, sino que por el contrario, estuvo siempre presente en la vida de México siendo influyente y carismático en el pensamiento del siglo XX y por qué no del Siglo XXI también.
Entre sus libros más destacados se encuentran: “El poder y el Valor” (1997) y “Creer, saber y conocer” (1982), altamente recomendables para aquellos interesados en la ética política, y la teoría del conocimiento.
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Uno de sus principales quehaceres fue hacer de sus orígenes su punto de estudio, entiéndase por ello la cultura mexicana atravesada por la ausencia del reconocimiento de un pasado presente y siempre en búsqueda de una razón de vivir el presente. Cuestionó la posibilidad de hablar de una comunidad cultural iberoamericana, a raíz de la conceptualización del “pensamiento en español”, nada sencillo ya que el castellano no deja de ser en ningún momento la lengua del colonizador (el dominador), al mismo tiempo que la lengua en la que los “dominados) (oprimidos), viven y plantean sus demandas., el pensar en español se convierte entonces en una forma de interpelación a la cultura dominante desde la experiencia de los dominados… yo añadiría que en este afán de bilingualización globalizante (experiencia de moda en todas las naciones con necesidad o intención de ser beneficiadas con anuencia, o reconocimiento del vecino el norte), ponemos en de manifiesto y en clara perspectiva nuestras carencias culturales y nos subyugamos por la lengua de los dominantes que en ese caso son los dólares, sin ser capaces de ser embajadores de una rica cultura que dicho sea de paso, desconocemos.
Villoro fue pionero en la apertura a las ideas que permiten encontrar un pasado reciente al tiempo que nos hacemos cargo de nuestra responsabilidad histórica como habitantes de una nación naciente, que requiere de hacernos cargo de nuestra propia ignorancia y convertirla en posibilidad de cambio, dejar de autonegarnos, cuando los mismos conquistadores se encargaron de hacerlo borrando con la bota dominante un pasado rico en cultura, y sobre cual negación se construye el presente Europeo.
Tal vez la postura de crítica izquierdista de Villoro nos haga perder la perspectiva de la importancia de sus estudios a nivel tanto filosófico como histórico y político, pero pensar que la vida indígena y su cultura como tal tenga un portavoz de tal envergadura, debería hacernos reflexionar en nuestro quehacer y responsabilidad como mexicanos herederos de una cultura sorprendente.
En algún momento su hijo Juan, hace referencia a una anécdota muy interesante sobre la necesidad de Villoro de asumirse como exiliado y al mismo tiempo de pertenecer sabiendo, y siendo.
En el texto, Mi padre, el cartaginés, su hijo Juan Villoro — uno de mis autores favoritos — cuenta una anécdota originaria de la búsqueda vital del filósofo. En el internado jesuita en el que estudiaba en Bélgica, los alumnos ensayaban una competición académica entre romanos y cartagineses. “Mi padre creció como cartaginés, resistiendo contra el imperio, posponiendo el holocausto de la ciudad sitiada. Estudiar, saber latín, significaba vencer a Roma. Aprendería a no tener familia, ciudad, país concreto. Su guerra púnica sería abstracta, intensa, sostenida”. Y así nació su necesidad de disidencia intelectual y del pensamiento de luchar contra lo que no puede ser defendido con argumentos.
Descanse en Paz Villoro, a nosotros nos queda no cerrar los ojos y volver visibles a los olvidados, enorgulleciéndonos de un pasado que insistimos en olvidar, en pos de una globalización que ojalá no nos deje sin orígenes, ni sin alas.