Son parte de la misma ciudad pero no están a la vista sino bastante lejos –y no se habla aquí de distancias geográficas– ésos que la industria turística y, por cierto, también la cinematografía, han insistido durante décadas en establecer cómo los símbolos londinenses por excelencia: ni el Big Ben, reloj en lo alto de una torre falsamente gótica, pues no tiene ni doscientos años de antigüedad; ni el Puente Tower ni el de Westminster, orgullosos ingleses atravesando el río Támesis; ni el Museo Británico, vertedero de saqueos transcontinentales a lo largo de los siglos más recientes; tampoco la megalomaniaca rueda de la fortuna llamada The London Eye, ni el edificio con forma de huevo alargado, muy alto y muy anómalo para el paisaje urbano circundante, que algún nombre debe tener; ni siquiera el célebre paso de cebra en Abbey Road, santo grial de la cultura pop desde finales de los sesenta.
Es decir, están pero no están, del mismo modo que para un habitante de la costa el mar puede pasar desapercibido de tanto que no pone sus pies sobre la arena. La misma ciudad entonces pero también otra, una que a nadie se le antoja capturar en una selfie para presumir en Instagram que estuvo en Londres; las mismas coordenadas en el mapa pero albergando realidades no superpuestas sino, más bien, completamente ajenas una de la otra: digamos, la de James Bond por un lado y la de Mr. London Night por el suyo.
Del primero se sabe lo que hay que saber: riqueza material que llega al lujo, función social mantenedora del status quo, estereotipo de éxito y belleza… todo ficticio desde luego y, en el fondo, tan irreal como ese Londres que turistas y buen número de lugareños quisieran el único verdadero. Del segundo, salvo un puñado, nadie sabe apenas nada: que
su nombre es Petr Hudicak y un día
llegó de Praga por razones que tantos años después han dejado de importar; que se quedó a vivir en la que alguna vez fuera capital de un imperio como pudo haberse quedado en alguna otra ciudad; que no tiene familia –tal vez donde nació– y vive solo como si así hubiera sido siempre; que habita una pequeña barca en un canal de la ciudad junto a muchas otras, evitando así las complicaciones de catastro, predial, censo y el resto de las consignaciones oficiales que hacen de un ciudadano precisamente eso; que por lo tanto no tiene electricidad ni agua corriente y suele calentar sus huesos y sus alimentos junto a la pequeña estufa de hierro alimentada con pedazos de madera; que obtiene sus mínimos ingresos –los suficientes, y puede uno estar seguro de que no quiere más– recolectando y luego vendiendo desechos de metal; que al amparo de lo que aún pueda quedar del Welfare State tras la pesadilla neoliberal aún tan vigente, suele acudir a una farmacia para surtirse del medicamento que lo preserve de su vieja adicción a la heroína…
Dese por hecho que quienes lo ven pasar a pie o montado en su bicicleta han de llamarlo homeless; más avezado y menos prejuicioso, puede haber quien lo considere víctima del capitalismo salvaje y aún más: rebelde por ir a contrapelo de lo que se considera bueno y deseable para todos. Empero, abundarán quienes sólo le llamen adicto, sucio, indeseable y, más de uno, marginal. No les faltaría algo de razón en cuanto a lo último: los márgenes de Londres, de nuevo no entendidos necesariamente según en Google Maps sino de un modo más profundo, son el espacio que habita Mr. London Night.
Lo que no pueden saber –ni les interesa averiguar– es que la sensibilidad de Petr alcanza, por ejemplo, para haber cancelado un viaje sin fin en motocicleta –que tiene arrumbada y oxidándose en alguna parte– porque su compañía canina murió antes de emprender la ruta y entonces para qué, así como también ignorarán qué piensa Petr cuando está de pie a la orilla del mar, consigo mismo, silencioso, mirando sin prisa el horizonte gris de nubes bajas y cargadas. Eso sí, sabe a victoria que Petr sea quien es en el lugar que eligió para vivir.
Mr. London Night (Rafael Rangel, 2024).