Ricardo Yocelevzky
Canto bueno. Crónica de una canción’, de Patricia Díaz-Inostroza y Carlos Necochea, libro en el que se basa este artículo, estudia la relación de la canción chilena antes, durante y después del golpe de Estado contra el gobierno del presidente Allende en 1973, el contexto histórico y político, contenidos y autores.
Canto bueno. Crónica de una canción, de Patricia Díaz-Inostroza y Carlos Necochea, publicado en Chile este mismo año, es un libro que cuenta una historia: la de un movimiento cultural que muestra en su desarrollo una profunda conexión con los procesos sociales y políticos ocurridos en Chile en la segunda mitad del siglo pasado. Está construido a partir de las remembranzas de un testigo-actor central, Carlos Necochea, y muestra que la cultura es un campo más en que se libran enfrentamientos entre clases sociales, proyectos políticos y visiones del mundo que buscan definir el futuro de un país. Además revela, en su trasfondo, características de la sociedad chilena en una evolución que nadie puede haber planeado o deseado. Las características de “un mundo que se fue” (como tituló sus memorias Manuel Balmaceda Valdés) se asoman en los relatos y, a través de ellos, en las características de los narradores y sus vidas y circunstancias que rodean los hechos de los que dan cuenta.
La década de los sesenta del siglo XX es memorable, por lo menos, en todo el mundo occidental. Chile era políticamente interesante por los experimentos de cambio que significaron los gobiernos de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y Salvador Allende (1970-1973). Se puede establecer continuidades y discontinuidades entre ambos gobiernos y, obviamente, la diferencia de significación histórica entre ellos y los líderes que los encabezaron.
La primera parte de este libro contiene la historia del movimiento que llegó a llamarse “La Nueva Canción Chilena”. Como todo fenómeno histórico sus límites y contornos son fluidos. Sin embargo, su núcleo y momentos culminantes son claros: La Peña de los Parra fue un centro indiscutido alrededor del cual aparecieron figuras que, sin ser parte permanente de éste, son lo más constante de aquella época y de aquel movimiento. Quilapayún e Inti Illimani permanecen como testimonio de una generación que fue parte de un sueño que puso a Chile en la imaginación de un mundo ansioso de cambio y, al mismo tiempo, crítico e insatisfecho con las alternativas presentes en el escenario bipolar que ofrecía el mundo de los sesenta.
Adiós a la folclorización
Los orígenes y antecedentes de estos músicos se pierden en años anteriores, de aventuras y creaciones, de personalidades entre las cuales hay una figura indiscutida que protagoniza una resistencia solitaria a la imagen impuesta de un Chile folclorizado a través de personajes estereotipados, de sombreros cordobeses y mantas de Doñihue: Violeta Parra. Investigadora de las raíces, creadora y recreadora de una realidad mucho más rica y compleja que incorpora ritmos e instrumentos, maestra de investigadores y creadores que formarán parte de este movimiento. Ella y sus hijos, Isabel y Ángel, marcan un hito al regresar a Chile con experiencias de vida y conocimiento del mundo latinoamericano que encuentran en los Festivales Mundiales de la Juventud y permaneciendo en Europa por sus medios.
Hay que decir que en esto es imprescindible reconocer el carácter político que imprimía la organización del Partido Comunista de Chile y su afiliación con las organizaciones internacionales promovidas por la Unión Soviética. En ese terreno se enfrentaban las dos superpotencias con estrategias diferentes: por una parte, se promovía el american way of life [estilo de vida estadunidense], con triunfos apabullantes como el predominio de Hollywood en el cine mundial mientras, al menos en América Latina, los comunistas buscaban promover un nacionalismo antiimperialista que incorporaba las expresiones artísticas de todo tipo. Además, el PC promovía y se beneficiaba de la afiliación o simple simpatía de personalidades de todo el campo de la cultura y las artes. No sobra decir que, hasta hoy, el Partido Comunista en Chile es el único en mostrar una “política cultural”, en un país en que los partidos políticos tienen un grado de enraizamiento social (que es parte de la explicación de todo lo ocurrido en aquellos años) que hoy hace que casi la única forma de organización colectiva que se le ocurre a los chilenos sea un partido político, sólo desafiada en las últimas décadas por las “barras” del futbol.
Un movimiento social como el de la nueva canción no resistiría una identificación sectaria con un partido. El clima ideológico de los sesenta del siglo pasado estaba marcado por el “castrismo”, que en más de una ocasión significó diferencias con las líneas que emanaban de la Unión Soviética. Por otra parte, la incorporación al movimiento de la canción era natural en los jóvenes expuestos a la difusión radiofónica de música popular proveniente de, sobre todo, los países vecinos que se agregaba a la tradicional afición de los chilenos por la música de México (rancheras y corridos), los valses peruanos y el tango.
Como lo registran los autores de este relato, una parte de todo esto comenzaba a ser recogido por la industria disquera que detectaba un mercado para las expresiones que, en Chile, emulaban a grupos y solistas, sobre todo argentinos, que incorporaban armonías más elaboradas para interpretar música de la tradición rural. Es revelador el triunfo de Los Cuatro Cuartos en el Festival de la Canción de Viña del Mar en 1965, con una canción compuesta por Kiko Álvarez, “Mano nortina”. El grupo representaba una renovación musical por los arreglos de voces, la canción no es una tonada típica del folclor oficial y habla de un Chile poco frecuentado por el cancionero, los trabajadores mineros, a pocos meses de asumir el gobierno de Eduardo Frei Montalva con la consigna “revolución en libertad”, propuesta alternativa a la Revolución Cubana de 1959, apoyada por Estados Unidos y su política hacia Latinoamérica, con fundamento en su necesidad de evitar una repetición de lo ocurrido en Cuba.
Parecía haber algún grado de acuerdo en la sociedad acerca de la necesidad de cambio en el rumbo del país, a pesar del resentimiento causado por la intervención estadunidense en la campaña presidencial y la publicidad que sembraba el terror anticomunista. Aún la “Alianza para el Progreso”, programa oficial del gobierno de Estados Unidos para América Latina, reconocía lo insostenible de la situación social y promovía reformas que la Democracia Cristiana incorporó en su programa. Sin embargo, tal como ocurría con las concesiones ideológicas que hacía el gobierno de Kennedy, la acción reformista del gobierno pareció “demasiado poco demasiado tarde”. Los años del gobierno de Frei son los del desarrollo de “La nueva canción chilena”.
Más que La Peña de los Parra y Chile Ríe y Canta, es la proliferación de peñas en las escuelas universitarias y la omnipresencia de la guitarra en los hogares chilenos lo que cimienta un movimiento cultural que es parte de un fermento ideológico, que no lo niega y es reconocido por ello. La integración de la música en el ascenso político que condujo al triunfo del proyecto de vía chilena al socialismo está descrita y documentada en el cuerpo del libro. La descripción de los festejos de la asunción del mando de Salvador Allende y la incorporación de los jóvenes a los trabajos de verano y a las campañas políticas de 1973, hasta una terrible premonición de la inminencia del fin del sueño.
El reconocimiento del aporte de este movimiento fue doblemente trágico: por una parte, Salvador Allende dijo en sus últimas palabras dirigirse “a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha”, y, por otra, los asesinos de esta historia se ensañaron con Víctor Jara, queriendo acallar en él a una generación. No lo lograron.
Chile siguió cantando en la clandestinidad, en el exilio y encontró otra música, de resistencia en la derrota. Los años setenta y ochenta bajo la dictadura vieron aparecer otro movimiento musical con una continuidad espiritual con la nueva canción chilena pero con una poesía distinta, que aprendió a expresarse “entre líneas” y con una elaboración musical más sofisticada, que llegó al virtuosismo instrumental y con letras que marcaron emocionalmente cada etapa de su historia.
Esa ya no es mi historia. Desde lejos, el contacto es intermitente. Sólo recuerdo que un hombre de los más sabios que tuve la suerte de conocer en el exilio, Rafael Baraona, dijo un día: “escuché un dúo chileno insólito. Se llaman Schwenke y Nilo”.