Por Jesús Delgado Guerrero
Si los impuestos constituyen el costo que se debe pagar para vivir en una sociedad civilizada, tal como propuso un famoso jurista*, es inevitable concluir que estamos inmersos en una aguda época de anti-civilización, caracterizada por una profunda inequidad recaudatoria, muy cargada en unos casos y casi inexistente en otros (uno de los resortes principales de la desigualdad reinante).
¿Qué tan “civilizado” queremos que sea el país, sobre todo después de las miserias (presupuestales, educativas, tecnológicas, médicas, de transporte y, en suma, de servicios mínimos) exhibidas al calor de la pandemia Covid-19?
Recuérdese que el gobierno federal de la autodenominada “Cuarta Transformación” quedó sentado en un barril de pólvora apenas asumió: pago creciente del servicio de la deuda pública y pensiones lo han tenido atado, con apenas espacio fiscal para ejecutar obras y programas (un menguado 2 por ciento del PIB, según diversos estudios).
Entonces, hay consenso respecto de la necesidad de cambiar las reglas hacendarias para aumentar los ingresos (algo que ya se inició en el Congreso Federal, aunque la Secretaría de Hacienda avisó que se está en espera de lo que suceda en el proceso electoral próximo), y ya se hacen apuestas en cuanto a posibles propuestas:
No sólo es tomar las iniciativas francesas de cobrarles 3 por ciento a las plataformas digitales (Ley de Impuesto sobre los Ingresos Procedentes de Servicios Digitales, con Google, Facebook, Amazon, Netflix, etc., como destinatarios principales), sino, a la par de Joe Biden (presidente de los Estados Unidos), también gravar a las grandes fortunas (es de esperarse que se incluya al opaco -fiscalmente- “1 por ciento” y a otros) y el patrimonio (herencias, como ya se hace en Argentina), además de combatir la evasión y elusión fiscal, entre otras acciones.
Porque nuestro país lleva siglos, no décadas, favoreciendo a las oligarquías económicas y políticas en materia de impuestos mismas que, en su ambición y desesperación, han recurrido a extravagancias para no perder privilegios y poder mantener o ampliar sus gastos (así fue, por ejemplo, con la importada idea -francesa- de Antonio López de Santa Anna de gravar puertas, ventanas y hasta la tenencia de perros, de la misma manera que las élites han pretendido clavar más el diente tributario -IVA- a los de siempre en alimentos y medicinas).
Lo que se requiere, pues, no es una simple “reformita” o parches, sino algo que modifique de manera sustancial -casi revolucionaria- las reglas fiscales (incluido el mundillo especulativo financiero). Ya se verá.
*El célebre jurista de referencia al principio del texto es Oliver Wendell Holmes: miembro del “Club de los Metafísicos” junto con el sicólogo William James y el filosofo Charles Peirce (padre de la semiótica y el pragmatismo, los tres estadounidenses), influyó en forma considerable para elaborar el derecho que reguló las políticas económicas del New Deal.
Ese programa fue impulsado por Franklin D. Roosevelt como presidente de los Estados Unidos para, ente otras cosas, reformar los mercados financieros tras el Crac de 1929 (y la consecuente Gran Depresión), revitalizar la economía y rescatar a los segmentos más pobres de la población (es decir, un marcado intervencionismo estatal en la economía).
El plan incluyó el establecimiento de impuestos cuasi confiscatorios a las grandes fortunas y grandes corporaciones (casi del 90 por ciento), con una estrategia de avergonzar a los evasores de impuestos y apelar a la moral, según historiadores.
(Algo semejante tendría que hacerse para revertir siglos de agandalle fiscal, lo cual sería realmente transformador).
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