El texto que quiero compartirles hoy fue escrito hace once años, honrando la entrada de mi hijo primogénito a la pubertad, muchas cosas han sucedido desde entonces, para comenzar ahora es un flamante estudiante de Derecho, no siempre estamos de acuerdo, – lo que me encanta, porque tiene opiniones y las externa, pero de una cosa estoy segura, lo amo incondicionalmente.
Desde los tiempos primigenios se nos ha dicho a las mujeres que uno de los más grandes anhelos de nuestra condición femenina, es el deseo de convertirnos en madres algún día… Tejer “chambritas”, y jugar a la casita con un príncipe azul que montado en su blanco corcel vendrá a rescatarnos de la vida. Nada más alejado de la verdad. Por lo menos en mi caso, ser madre jamás fue mi más grande sueño, de hecho, siempre supe que si algún día lo fuera, sería un reto muy complicado. Tal vez el ser hija de una mujer muy sabia e independiente, me hizo comprender desde el principio que ese sueño de perfección no podía era alcanzable, crecí con un gran respeto por la libertad alejada de ataduras de cualquier tipo.
Con el tiempo y de repente me encontré casada con 20 años y más tarde con la noticia de estar embarazada, en un principio: el shock, el grito en el cielo, “¡pero, cómo es posible!”, aunque la respuesta era mucho más que evidente.
Y así comenzaron todos los trastornos asociados al embarazo: los mareos, las maravillosas náuseas matutinas, las ganas de llorar hasta por el vuelo de una mosca y sobre todo la pregunta obligada: ¿cómo saber si seré una buena madre? Después de diez libros de consejos de cómo amamantar, qué pañales comprar, qué papillas preparar, qué música escuchar, y las consabidas revistas de a qué clínicas asistir, los colores para el cuarto de tu bebé, las mejores recetas para evitar las estrías, etcétera, etcétera y un más largo e t c é t e r a me di cuenta de algo terrible: mi primer embarazo estaba pasando sin pena ni gloria, sin disfrutar de los momentos en que mi hijo crecía dentro de mí, fue por ahí del sexto mes que me hice realmente consciente del milagro que se estaba desarrollando dentro de mi cuerpo, que comencé a sentirlo, a buscar sus movimientos y a saber que en unos pocos días estaría en mis brazos que buscarían protegerlo y arrullarlo; poco a poco pasé al séptimo mes y fue ahí donde de repente la panza decidió hacer ¡pop! y salir a demostrar su existencia ya irrefutable, entonces comenzaron los dolores de espalda, los insomnios, los antojos a todo lo que da, ya en el octavo mes sentía y veía movimientos muy perceptibles y hasta dolorosos que me hacían dudar de que “eso” dentro de mí fuera un bebé, -hasta hubo un tiempo en que creí haber ingerido un alien y no estar gestando a un ser humano, – juro que es verdad.
Luego la urgencia de que saliera por fin, seguida del horror nostálgico de ya no estar conectados por más tiempo, el saber que ya no sería parte de mí, que ya no lo llevaría conmigo a todos lados y la innegable responsabilidad que sería educar a “un hombre de bien”.
Los sueños de grandeza imaginándolo como todo un doctor, un abogado, un rockero en el Vive Latino con todas sus grupis gritando como locas coreando su nombre, y todas las demás elucubraciones de que mi mente fue capaz. Luego, una mañana de marzo el amor de mi vida (sí, los cuentos de hadas sin final feliz por ahora, existen. Once años después seguimos juntos sorteando al destino y a nosotros mismos) y yo acompañados de un séquito integrado por ambas familias ya que sería el primer nieto, sobrino e hijo corrimos a la clínica y lo único que acerté a preguntar al escuchar su llanto y antes de caer dormida por la necesaria anestesia fue: ¿Está bien mi bebé, doctor? ¿Cinco dedos en cada mano y cada pie?
Ese 18 de marzo fue el último día que dormí tranquilamente hasta ahora, no me arrepiento de nada, pero sé que la aventura continúa, y que el instinto maternal no existe, al menos para mí, pero que la construcción del amor es una inmensa oportunidad y una decisión que se toma todos los días.
PAT
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