A ocho años de los hechos de Iguala la herida sigue abierta y supurando. La dimensión de los hechos hace que apenas alcancemos a percibir algunos fragmentos de los que esa tragedia representa para el país y las posibles implicaciones para el futuro.
Una, solo una pregunta hay; una que nadie ha podido responder con total certeza y sin dejar lugar a duda alguna: ¿Qué fue lo que ocurrió la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014 en Iguala?
Versiones hay varias. Desde la ya vilipendiada “verdad histórica” con sus historias estructuradas y narrativas armadas a modo, hasta la llamada “verdad política” que solo ha logrado concluir que hubo un intento de ocultar los hechos… hayan sido, los que hayan sido.
En el camino, varios textos periodísticos, con investigaciones más o menos cercanas a los hechos dependiendo de las fuentes han permitido reconstruir poco a poco una noche de terror que describe lo peor de los peores seres humanos.
Entre todas ellas, la del mexiquense Julio César Mondragón Fontes destaca por su sadismo, por la forma en la que alguien, una persona que en algún punto de su vida perdió su condición de humanidad, lo desolló aún en vida.
La noche de Iguala se recuerda principalmente por los 43 jóvenes desaparecidos. Un enigma que se complica por el mismo hecho de no tener una sola pista, menos aún, una evidencia de qué ocurrió con los estudiantes o sus restos.
Pero tratándose del caso de Julio César Mondragón, el oriundo de Tenancingo, hay un cuerpo, hay evidencia de tortura, hay evidencia de que estuvo con un grupo en el que hubo sobrevivientes, algunos hoy testigos protegidos, y, aun así, sin respuestas.
¿Por qué él? ¿Por qué esa saña? ¿Por qué no lo desparecieron como a los demás? ¿Por qué lo dejaron como enviando un mensaje a alguien? Son preguntas sin respuestas como tampoco la tiene el que no se haya resuelto, al menos este caso.
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La comisión de la verdad intentó matizar los hechos, una filtración del gobierno ha complicado la intención al mostrar, sin censura, lo que esta administración considera que pasó, y desde donde se justifican cualquier cantidad de solicitudes de órdenes de aprehensión.
Una crisis política que comenzó con la insinuación de que miembros del Ejército habrían participado en contubernio con los grupos delictivos de la zona y autoridades corruptas para interceptar, secuestrar y posteriormente torturar y desaparecer a los estudiantes.
Un esfuerzo muy grande por presentar el hecho como un fenómeno aislado en una zona donde los enfrentamientos entre grupos delictivos son “el pan nuestro de cada día” y en donde la participación del Ejército se vuelve, si no turbia, borrosa.
Nos falta ver más allá. Quizás no estamos viendo el bosque por querer diseccionar a detalle cada astilla del árbol. Pese a los ocho años que han transcurrido, nada o muy poco sabemos del contexto, de la situación social y política de la Iguala de septiembre de 2014.
Hechos tan lamentables no ocurren por accidente o, como nos tratan de hacerlo ver tanto en la verdad histórica como en la política, por un asunto de “mala suerte”. No hay lógica en que alguien desuelle a un joven solo porque se lo encontró haciendo algo indebido.
No se sostiene bajo ningún argumento el que todo haya estallado como por generación espontánea solo porque alguien dijera “vayan y mátenlos a todos” ¿por qué si solo se habían robado un camión cargado que, seguramente, sabían cuál era?
La noche de Iguala no es lo que nos han dicho o nos quieren decir. Es la punta de un iceberg que alguien se esfuerza (y mucho) en que no veamos, que no descubramos, que no emerja para no ver lo evidente: que no es un hecho aislado sino una exégesis de la realidad social.
Hasta no entender el contexto que rodea al hecho, hasta no poder ver el bosque en el que creció el árbol, no podemos saber exactamente qué pasó en la fatídica noche de Iguala y su fantasma seguirá persiguiendo a este y el anterior gobierno por igual.
j.israel.martinez@gmail.com