Dos exposiciones: ‘Reflejo de lo invisible’, de Arnaldo Coen (1940), en el Museo de Arte Moderno, y ‘Equilibrio múltiple’, de Eduardo Terrazas (1936), en el Palacio de Bellas Artes, detonan esta nostálgica reflexión sobre el geometrismo y la llamada Generación de la Ruptura en la plástica mexicana.
Hace muchos años, pienso que ya como cincuenta, que acompañé a mi padre, a ver un vitral de Vasarely que está en una iglesia de Bosques de las Lomas. Entonces ir hasta allá era todo un viaje; estaba “muy, muy” lejos (y sigue estando para mí, pero ahora tal vez perdió uno de los “muy”). Me recordó esa visita la nostalgia que sentí al visitar dos exposiciones actuales: Reflejo de lo invisible, de Arnaldo Coen en el Museo de Arte Moderno, y Equilibrio múltiple, de Eduardo Terrazas en el Palacio de Bellas Artes. Sobre ambas escribiré con detenimiento más adelante, aquí quiero dejar testimonio de esa nostalgia.
El Museo de Arte Moderno alberga una de las exposiciones
Pensar en Vasarely es como escuchar una canción de los Birds o de Cat Stevens: viene a la memoria una época, un entusiasmo, incluso un tono crítico. Vasarely no me gustaba entonces y no me ha gustado nunca, pero entonces me fascinaba (que no es lo mismo que gustar) y representaba para mí una frontera muy atrayente entre el diseño y la pintura. Era entonces fines de los setenta, lo moderno de lo moderno, una tierra fértil para todo tipo de teorización. Y hoy es evidente que ha envejecido.
Eduardo Terrazas nació en 1936 y Arnaldo Coen en 1940. A ambos los podemos ubicar en el grupo final de la Ruptura, ese movimiento que cambió el arte mexicano desde mediados de los años cincuenta. Conocemos las dificultades de situar ese movimiento –la ruptura: un nombre exitoso pero insuficiente y tal vez equivocado, un abanico de pintores que puede ir desde los nacidos a principios de los años veinte hasta los que vienen al mundo veinte años después. Hay los que mueren jóvenes, como Rodolfo Nieto, Lilia Carrillo, Fernando García Ponce o Enrique Echeverría, y los longevos –Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Gilberto Aceves Navarro–, y los que aún están vivos –Luis López Losa, Coen, Terrazas, Roger von Gunten. No agoto la nómina. Los abstractos y los figurativos, los coloristas y los dibujantes, los matéricos y los literarios. Hay mucho escrito sobre ellos, sobre todo monografías, pero menos panoramas de conjunto. Sigue siendo imprescindible el texto de Lelia Driben, La Generación de la Ruptura y sus antecedentes (2012). Hay que ampliar las taxonomías y la nómina de participantes, olvidarse en parte de la dicotomía abstractos/figurativos y también de la idea de un rompimiento total con la pintura anterior.
Incluso en la trayectoria de varios de ellos hay épocas muy distintas, como se puede apreciar en Reflejo de lo invisible. Coen tiene visiblemente una vena experimental y pasa igual por la figuración que por la abstracción geométrica, rinde en sus inicios homenaje a Tamayo, participa en aventuras colectivas, no sólo plásticas sino teatrales, musicales, dancísticas, cinematográficas. Siempre que pienso en él viene a mí la imagen de sus homenajes a Uccello, uno de los momentos más inspirados de su trayectoria. De Terrazas solemos olvidar su obra plástica oculta tras su labor como arquitecto y promotor de la cultura (sobre todo su participación en la Olimpiada Cultural de 1968) y es en la década más reciente que hemos vuelto a valorarlo. Ambos, Coen y Terrazas, están marcados por el diseño y su sentido musical aplicado a la mirada (es decir, por Vasarely, el artista que vino a mi memoria en la nostalgia suscitada por ambas muestras).
El geometrismo es una manera de llevar la abstracción
El espectador puede visitar también una exposición de la gráfica de Vicente Rojo, que en algún momento se cruza con lo hecho por Coen y Terrazas. Rojo es menos pop, lo cual se debe a que el diseño para él es más diseño editorial y gráfico que plástico. Hace unos meses la gran retrospectiva de Vlady en San Ildefonso nos permitió valorar y revalorar la obra de uno de los grandes figurativos del movimiento, junto a José Luis Cuevas y Alberto Gironella. Como suele suceder, los espectadores tenemos un punto de vista. Al visitar el Palacio de Bellas Artes y ver los esbozos y apuntes de José Clemente Orozco y –de pasada, pues son inevitables– los murales de Siqueiros, se me acentúa su condición retórica o incluso demagógica al ver el de Tamayo. El oaxaqueño me sigue pareciendo extraordinario y por el muralismo ni siquiera siento nostalgia.
El geometrismo es una manera de llevar la abstracción a una condición casi alfabética, abandonando su condición representativa y proponer a la mirada un juego de constantes repeticiones y juegos visuales. Esto mucho antes de la computadora y los programas de diseño virtual, pero no antes de aquellos espirógrafos que me regalaron de niño y tienen que ver con la nostalgia mencionada. Es, sin duda, un arte decorativo, pero también, como ocurre con los frisos griegos o las grecas precolombinas, una ventana abierta al abismo de la mirada sin fondo.
Se dice que la nostalgia sólo puede ocurrir con lo ya vivido, que es una manera de mirar el pasado sin volverse estatua de sal. Pongo otra manera de entender la nostalgia: es una intuición del futuro. No acabamos de comprender plenamente lo que ocurrió en la pintura mexicana con la ruptura, tal vez porque es inabarcable, tal vez porque es incomprensible.