En mi anterior colaboración expresé que durante gran parte de mi vida juvenil Gabriel García Márquez fue mi autor de cabecera y que conseguí a tres dólares la primera parte de su autobiografía, Vivir para contarla, en Buenos Aires. Como seguramente ya lo saben muchos, este libro termina cuando el Gabo emprende su primer viaje al extranjero, más o menos a los 30 años. Y también muchos de ustedes sabrán que ya no hubo una segunda y definitiva parte que despejara su ascensión en el universo literario y su consecuente consagración, pero bueno, tenemos para ello reportajes, artículos y algunos textos que el propio Gabo escribió en sus años de gloria, así como de amigos. El olor de la guayaba, de Plinio Apuleyo, es un claro ejemplo.
Resalta un texto que publicó en Proceso, que refiere grosso modo cómo escribió Cien años de Soledad y cómo engañó a Álvaro Mutis sobre su trama. Su paisano, que además fue su benefactor en México cuando el futuro premio Nobel se instaló con su familia en nuestro país, le preguntaba constantemente de qué iba su nuevo proyecto, y el Gabo le contaba otra historia, para proteger la trama de Macondo. Cuando Cien años de Soledad finalmente se publicó y entonces la leyenda se materializó, Mutis encaró a García Márquez y le reclamó con enojo fingido: “Pero si será usted cabrón. Me engañó con la trama. Menos mal que la novela que escribió es mucho mejor que la que me contó”.
En las postrimerías de su existencia, García Márquez publicó la que sería su última obra: Memoria de mis putas tristes. Desde luego que cuando se anunció su publicación me relamí los bigotes y me froté vigorosamente las manos, pues, aunque José Saramago ya estaba instalado como mi autor favorito, seguía amando la prosa del colombiano. En una entrevista, el Gabo había confesado que Memoria… estaba inspirada en La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, lo cual le imprimió una motivación extra, pues Kawabata es un notable fabulador.
Sin embargo, cuando leí Memoria me sentí un tanto decepcionado. Desde luego que el estilo estaba presente, así como la estructura y la atmósfera caribe propias del Gabo. Pero sentí que su pluma estaba desgastada, abatida, ya entrada en años. Debido a mi gran cariño por el Nobel, no abundaré más en el asunto.
Pues bien, como ya todos saben, recientemente se publicó su obra póstuma, Nos vemos en agosto. En torno a este hecho se ha suscitado una serie de debates sobre su pertinencia, sobre todo la polémica apunta a un carácter ético, pues en más de una ocasión el propio García Márquez en vida declaró que tenía el borrador de una historia, pero que no le convencía del todo.
Los herederos de García Márquez decidieron publicarla, sin más. No sabemos si se ampararon en la inteligencia artificial para llenar vacíos, acrecentar escenas, editar pasajes o incorporar nuevos elementos para darle cohesión a la historia. Muchos lectores que ya tuvieron la ocasión de leer la novela se quejan que por casi 400 pesos mexicanos hayan tenido tan poco del Nobel, pues refieren que casi el 30 por ciento de sus páginas corresponden a un estudio crítico y a posiciones del editor en el proceso de edición. Así, no sé si debo leer esta novela. Si así sucede, les contaré en otra entrega.