Los cineastas enlatados (IV y última)

Por: Luis Tovar

Hay algo que unifica a todos los cineastas mencionados en la anterior entrega: salvo excepciones, la abrumadora mayoría languidece esperando que su propuesta cinematográfica cumpla el ciclo producción/distribución/exhibición.

Desde hace ya más de una década, año tras año los filmes mexicanos que no llegan a la cartelera o lo hacen en condiciones indignas e indignantes, se van acumulando y pasan de inmediato a un olvido que ni siquiera es eso, porque jamás nadie –salvo, quizá, Jorge Ayala Blanco– pudo verlos.

Así pues, la inexistente o, en el menos malo de los casos, no declarada pero sí vigente política cinematográfica actual consiste de manera preponderante, desde hace algunos lustros, en producir y producir tanto como sea posible. Lo hecho respecto del rubro “producción” puede verse como un logro, siempre que se soslayen dos aspectos.

 El ave Fénix de la cofradía

El primero de dichos aspectos es una variante del gatopardismo: cada período de nuestra cinematografía ha incurrido, ya sea deliberadamente o de manera tácita, en la creación de un grupo –más o menos numeroso– de miembros que, sean o no conscientes de su condición, resultan ser y se comportan como elegidos. Así sucedió en la “época de oro” de nuestro cine, en su decadencia a finales de los años cincuenta y en los sesenta; lo mismo tras el golpe de timón setentero y, a pesar del espíritu “democratizador” e incluyente que inspiró la creación de los hoy desaparecidos fideicomisos cinematográficos, siguió sucediendo: ya fuera porque se volvieron habilísimos en la confección de proyectos susceptibles de recibir apoyo financiero gubernamental –las famosas “carpetas”, para cuya elaboración había (¿hay?) talleres y gente que cobraba (¿cobra?) por elaborarlas–, o porque sus proyectos eran (¿son?) calificados por sus pares previamente beneficiados con apoyos, en un ritornello donde dador y receptor sólo intercambian posiciones, el esquema tuvo como resultado el apoyo a pocos y la negación del mismo para muchos. La explicación del grito que algunos pusieron en el cielo hace seis años, cuando los fideicomisos se transformaron en otra cosa, no está en la causa justa y totalmente defendible de mantener el apoyo estatal a la cinematografía, sino más bien se halló en algo tan burdo y desagradable como el pataleo por la pérdida de lo que, a esas alturas, ya no era más que el privilegio de unos cuantos.

La pantalla como embudo

El segundo aspecto es simple hasta el absurdo: de ciento y pico filmes anuales producidos, nada más una cuarta parte, cuando mucho un tercio, pueden verse en cartelera. El resto es flor de un día de festivales, si les va bien, o muerto en vida dentro de su lata. Desarticulada de las siguientes fases –distribución y exhibición–, pese a esfuerzos más bien tibios o equívocos por integrar los tres aspectos, la producción se sigue acumulando sin muchas esperanzas de cotejarse con el público, y si antes la limosna de ser tomado en cuenta se le pedía sobre todo a Cinépolis y Cinemex, hoy se suman las plataformas streaming, que operan bajo idéntica lógica: no son hermanitas de la caridad y nunca considerarán aquello que no deje ganancias singulares.

Es pregunta: si la puerta no se abre ni se abrirá jamás, y por ese embudo no han de pasar ni siquiera las producciones más visibles –falta considerar la cifra, de seguro inmensa, de filmes hechos al amparo de ninguna entidad, a los que nadie toma en cuenta ni para llevar registro, menos para ver de qué se trata ese otro cine–; si ni leyes ni buenas intenciones han logrado que se abra más que una mísera rendija, ¿por qué seguir tocando? ¿No sería mejor dedicar, así sea durante un breve lapso –digamos, un sexenio–, esfuerzos y dineros en la creación de un circuito alterno, con una lógica distinta? Los resultados serían inciertos, pero los ampararía una certidumbre y una lógica elemental: habría más filmes vistos que no vistos, contrario a lo que sucede hoy.