Para sostener un encuentro con Luis Buñuel (el término “encuentro” debe entenderse exclusivamente en su significado deportivo) es necesario poseer al menos tres cualidades: hablar el catalán deletreándolo (es la única manera de solventar el inconveniente de su sordera), darle la pauta precisa para sus ya míticas ironías letales y poseer un hígado de hierro (el Buñueloni –extraña mezcla de vodka, ginebra y ron– es un tipo de rito de amistad del que no es posible evadirse). En este punto se está solamente al principio. Obligar al director español a colocarse delante de un micrófono es una tarea mucho más compleja que superar los tres célebres obstáculos. A Buñuel no le gusta hablar demasiado, y mucho menos escuchar (le basta con mover la perilla del auricular para aislarse por completo).
A Buñuel no le gusta hablar demasiado, y mucho menos escuchar.
La siguiente entrevista, hasta ahora inédita en español, ocurrió en enero de 1971.
–Señor Buñuel, en cada ocasión que se dispuso a volver a ponerse detrás de la cámara, usted declaró: “Esta es mi última película.” Lo ha dicho al menos cinco veces en los últimos años. Ahora ya nadie le cree…
–Es un juego, naturalmente. Me divierte espiar las reacciones de los demás, de los que me aprecian y de los que no. No, no dejaré de realizar películas. No me voy a quitar este divertimento.
–¿Es un divertimento para usted hacer una película?
–Cuando se ama algo no es un trabajo. Una cosa distinta es hacer una película para ganarse la vida.
–¿Tiene un método particular de trabajo?
–No tengo métodos, me baso en la intuición, lo que, por otro lado, me concede un gusto por lo inesperado y una gran curiosidad por verificar los resultados finales.
–¿Tuvo la oportunidad de conocer a directores italianos?
–Sí, pero no recuerdo los nombres. Sin embargo, recuerdo a Vittorio De Sica. Lo conocí en la Ciudad de México. Un buen hombre, quizá un poco impresionable. Una noche, después de la proyección de una de mis películas, estaba destruido, me miró con un aire entre compasivo y enfadado. Recuerdo que le preguntó a mi mujer: “Señora, dígame la verdad: ¿su marido es un sádico, utiliza la violencia con usted?” Sí, De Sica es un hombre muy impresionable.
–¿Qué sensaciones experimenta un cineasta que alcanza el éxito en el albor de los setenta años?
–Tanta tristeza. El éxito es el final de todas las ilusiones. Y después ocurre una cosa reprobable: retoman –señalándolas como obras maestras– viejas películas de las cuales me avergüenzo desde lo más profundo de mi corazón.
–¿Existe alguna película por la que sienta especial apego?
–Quizá Los olvidados, porque es lo que me hubiera gustado que fuera: un relato naturalista interrumpido con algunos insertos surrealistas.
–¿Qué directores considera más representativos del cine actual?
–No sé responder a esta pregunta. Puedo decir qué directores adoro. Sobre todo, Robert Bresson. Me conmueve la religiosidad y ese sentido de infinitud que circula en sus películas. Luego, Federico Fellini. Con Fellini tengo una deuda de gratitud. Me dicen que ha mencionado en distintas ocasiones que soy su maestro. Se lo agradezco de todo corazón, aunque no logro entender qué es lo que le pude haber enseñado.
–Y [Jean-Luc] Godard. ¿Le gusta Godard?
–Godard es un astuto. Busca impresionar a la gente. Él no tiene la culpa. La culpa es de quien se deja impresionar.
–Entre los nuevos cineastas, ¿existe alguno que le interese particularmente?
–Me gusta mucho [Francisco Pino] Solanas. Y también [Miklós] Jancsó. Vi Los rojos y los blancos, una gran película.
–¿Puede hacer una lista de los más grandes directores?
–Primero: Buñuel; después, la nada; y, luego, Buñuel otra vez.
–Recién vimos su última película, Tristana. ¿Qué le impresionó de modo particular en la novela de Pérez Galdós?
–La historia de esta muchacha a la que le amputan una pierna. Me intrigaba de verdad ver cómo sería la interpretación de Catherine Deneuve en la creación escénica.
La vida y obra del cineasta ha sido ampliamente estudiada y calificada como una de las más sobresalientes en la historia del cine
–Sus retornos a España son cada vez más raros. Pero, ¿no siente nostalgia por su tierra?
–Mucha, pero prefiero estar lejos, lo más lejos posible. Y si viviera en Madrid, tarde o temprano me vería obligado a aceptar la invitación del Generalísimo a comer. Y eso me pondría en un gran aprieto, porque no tengo la ropa apropiada para la ocasión. No tengo trajes de noche.
–Sin embargo, recordamos haberlo visto hace dos años en Venecia en un impecable smoking…
–Era de mi hijo y me quedaba muy ajustado…
–¿Cómo transcurre su jornada en Ciudad de México?
–Cuando no trabajo –lo cual ocurre a menudo–, leo. En particular libros que gozan de poca consideración entre la crítica. Hice un descubrimiento singular: existe mucha más verdad en títulos comúnmente llamados folletines que en aquellos libros que conforman la llamada cultura oficial.
–¿Le habría gustado ser un escritor?
–Fue mi máxima aspiración. Ahora no solamente no sé escribir sino que soy el antiescritor por excelencia. Y pensar que toda mi juventud y buena parte de mi madurez la pasé con poetas y escritores: Lorca, Salinas, Alberti, Valle-Inclán, Breton, Éluard y [Juan Ramón] Jiménez…
–De esa generación solamente quedan tres: usted, Rafael Alberti y Salvador Dalí.
¿Tienen ocasión de reencontrarse los viejos amigos?
–Con Rafael Alberti nos reencontramos más o menos cada diez años. Con Dalí, en cambio, no nos vemos y no hablamos desde hace cuarenta y dos años. Cuarenta y dos años de silencio. Increíble, ¿verdad?
–¿Por qué?
–Cuando uno traiciona la amistad no es digno de vivir en la memoria de los demás. Para mí, Dalí se murió una tarde de abril de 1928 en París, después de la proyección de La edad de oro.
–¿Va seguido al cine?
–Rarísima vez. Creo que el cine no ha dado nada nuevo desde cuarenta años a la actualidad. Cero en conducta [de Jean Vigo] y El acorazado Potemkin [de Sergei Eisentein] son todavía insuperables. Me interesa mucho [Buster] Keaton. Cuando vivía en Hollywood me pasaba los días viendo una y otra vez sus viejas comedias. Creo haberlas visto al menos un centenar de veces.
–Durante su estancia en Estados Unidos, ¿también tuvo la oportunidad de conocer a Charles Chaplin?
–No se trata de un grato recuerdo. Eran los años cuarenta, no tenía dinero. Intentaba colocar algunos gags. Una noche alguien, creo que René Clair, me presentó a Chaplin, que fijó una cita para el día siguiente. Esperé cuatro horas bajo la lluvia pero no apareció. Y desde ese día no volví a buscarlo. Recuerdo que fui a descargar cajas a los mercados para juntar los centavos suficientes para una comida.
–¿Existe algún período de su vida del que se lamente?
–La edad de los cuarenta. Fue la época de oro de mi vida. Todo me entusiasmaba. Cada cosa era un descubrimiento: leer un libro, escuchar a Beethoven, ver una película…
–¿No le gusta la época que vivimos actualmente?
–Muy poco; de hecho, nada. Existe demasiada facilidad en todo. Demasiados libros. La cultura se compra en los grandes almacenes. Basta un botón para escuchar a Beethoven. El hombre de este tipo se marchita, ya no crea. Si uno come caviar todos los días termina por no volver a disfrutarlo.
–¿Qué es lo que más le molesta del cine actual?
–La pornografía comercializada como erotismo. Hacer una película erótica es difícil. El erotismo es una corriente que pasa y no se ve, la sientes en el aire.
–¿Y en la vida?
–Lo ordinario, o aquello que solamente se entiende por normalidad. Los verdaderos monstruos son los hombres y mujeres que son incapaces de amar y de equivocarse mucho.
–¿Qué hace cuando visita su país?
–Cada vez que regreso a España repito un ritual singular: un paseo por Zaragoza.
–¿Qué hay de interesante en Zaragoza?
–Un sacerdote, el padre Valentín Arteta. ¿Le sorprende? No, no es mi consejero espiritual. Es un amigo, solamente un buen amigo. Adoro platicar con él.
–¿De qué platican?
–Un poco de todo. Con frecuencia de Dios. Y después son discusiones acaloradísimas que, incluso, también culminan en peleas. Pero siempre hay un entendimiento perfecto entre nosotros, un profundo respeto mutuo.
–Una última pregunta, señor Buñuel. A usted le atribuye la frase “gracias a Dios soy ateo”. ¿Sí es de usted?
–Se me atribuyen muchas cosas que no dije ni hice nunca. Jamás dije esa frase. Sólo dije: “Soy ateo por la gracia de Dios”, que es algo completamente distinto.
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