Es pequeño y chilla como gato. Incluso en manos entrenadas, se revela ante el menor descuido para liberar sus felinas estridencias. Celoso. Demandante. Transparente. El violín comunica con fidelidad lo hecho por el espíritu a través de la carne.

Inseguridad, miedo, debilidad; exageración, soberbia, altanería… Todo se manifiesta en ese pequeño objeto complicando el hallazgo de la zona media, allí donde conviven la pasión y la sabiduría sin que domine la destreza. Porque en el violín parece suceder lo mismo que en la voz humana. Se trata de un instrumento tan personal e íntimo, que otorga o arrebata credibilidad de manera cruel, misteriosa e inmediata.

Su éxito tiene que ver menos con lo aprendido que con lo intuido. En sus maderas suenan la experiencia y el tiempo separando a quienes sólo acompañan ‒sumergidos en la orquesta‒ de quienes se elevan para atraer la luz de las estrellas.

Lo anterior sucede por la alta tesitura de su timbre. Por la resonancia y alcance de su espacio interior. Por los materiales de las cuerdas y del arco. Por lo breve de su diapasón (negro laberinto para trazos diminutos). En los mimos que recibe no caben las imprecisiones que otros instrumentos toleran ‒y hasta agradecen‒ transformando la cultura sonora.

Guitarras, flautas, pianos; muebles con divisiones tonales claras, temperadas; con trastes, orificios o cuerdas separadas. Cómplices con tamaño proporcional al de nuestra talla, listos para soslayar torpezas inaudibles.

Dicho de otra forma: hay instrumentos que suenan bien sin importar variaciones milimétricas en la superficie que impulsamos, apretamos u obstruimos. No pasa así en el violín, donde la más mínima alteración lo convierte en… gato.

Ahora bien. No seríamos justos sin decir esto: hay músicas de México y otras partes del orbe en donde la “falta de una técnica”, alejada de la escuela clásica, genera disonancias o desafinaciones que se integran al discurso estético de géneros como, verbigracia, el son, el huapango o el mariachi. En fin.

Todo esto pensamos escuchando a Teo Gertler. ¿Lo conoce, lectora, lector? No puede pasar un día más sin atestiguar sus condiciones imposibles. Nacido en Bratislava, Eslovenia, hace apenas dieciséis años, lo que ha conseguido es de otra dimensión. Debe buscarlo en su presentación para el jurado de la competición Virtuoso V4, allí donde Plácido Domingo y compañía quedan heridos por su talento.

En este punto y debido el repertorio más conocido para el instrumento, llegamos a la figura inevitable del genovés Paganini. Ése que ‒según cuenta la leyenda‒ diera su alma al diablo a cambio de una virtud inhumana. Tales cosas se dijeron, hace mucho tiempo, y por ellas no pudo ser enterrado según costumbres católicas.

Adicto al opio y las prostitutas; enfermo de sífilis y tuberculosis; tratado con sobredosis de mercurio y alcohol; famoso por la hiperextensión en dedos y por la proyección de una fuerza desmedida adornada con vestuario y porte vampirescos (primer rockstar con credenciales)… Paganini sigue en la cima del instrumento.

Es así que su violín favorito (fabricado por el cremonés Guarneri y conocido como Il Cannone”) es guardado con extremas precauciones por la Fundación Paganini, sólo para ser tocado durante algunos minutos por quienes ganan la competencia que lleva su nombre.

También por ello fue que, en marzo de este año, el ESRF (Laboratorio Europeo de Radiación de Sincrotón) le practicó un estudio microtomográfico con un acelerador de partículas ‒con casi un kilómetro de largo‒ que permitió ver el estado no de sus células sino de sus átomos. (Hablamos, básicamente, de la fuente de rayos X más potente que hay.) La conclusión es que presenta buena salud.

Y así las cosas con este maldito e ingobernable violín. A él presentamos nuestro respeto este 28 de julio de 2024, aunque en algunas manos duela y se haga pasar por gato. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.