Todo comenzó porque desayuné hace muy poco con Rafael Cardona. Él es un extraordinario analista político mexicano, al que conozco hace 50 años y quiero entrañablemente. Invité a mi hijo que lo conoce desde antes de nacer. Y en la mesa, habló Luis Fernando del muy reciente documental que hizo Manuel Alcalá de mi maestro Manuel Buendía y que están transmitiendo por Netflix. Y ahora está haciendo uno nuevo Miguel Ángel Sánchez de Armas, platico Rafael. Ayer apenas estuvieron en Foro TV, él, Miguel Ángel y Raymundo Riva Palacio. Excelentes.

Y entonces, yo recordé…

Me acordé de dos veces que fue mi maestro, allá en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Manuel Buendía Tellezgirón, al que un día conocí como por arte de magia. La primera vez, me corrió de su clase. Tuve la osadía de brincarme al adjunto que él tenía, y un día que él no llegó, se me ocurrió que nadie en la clase le diera sus tareas, sino que esperáramos mejor al maestro. Nunca lo hubiera hecho. Fuera. Todo un año fuera.

Era duro como maestro. Sin embargo, llegué yo toda hipócrita, al otro año. Me esforcé y tuve, junto con Luis Soto y Esmeralda Loyden, uno de los tres únicos dieces que dio en ese tiempo.

Y por supuesto, estoy llena de anécdotas. Una de tantas, podría ser que un día, lo fui a buscar al Conacyt, de donde era Director General de Comunicación Social. Iba con mi hijo de escasos tres añitos, que daba una lata de padre y señor mío. Tenía un escritorio enorme. Me senté enfrente de él y se me salieron las lágrimas. Maestro, no tengo con qué darle de comer a mi hijo, le dije. El, con gran elegancia, con sus enormes ojos detrás de lentes obscuros, con el pelo chino y un traje sin saco, se volteó hacia la credenza, sacó un klenex y se acercó a secarme las lágrimas. Desde ahora, me dijo, ganarás un sueldo de 4 mil pesos. Fue en el Conacyt, en donde empecé a trabajar en oficinas de prensa, siempre me cobijaron mis compañeros a los que sigo queriendo tanto. Como Miguel Ángel Sánchez de Armas. Allí empecé a hacer la revista Comunidad Conacyt que todavía vive.

Otra anécdota, es que el sabiendo que yo me las veía negras con los gastos de mi mini casita, un día saliendo de clases, junto con sus alumnos quienes lo seguíamos todo el tiempo, sacó un encendedor de oro con lapislázuli, prendió con este, un cigarro que tenía dentro de una caja muy elegante y bonita también, y me lo acercó. Dijo: rífalo. Te podrá servir lo que ganes, para Luis Fernando y para ti. En efecto, lo vendí y me dieron lo de un mes de gastos, en donde pudimos vivir bien mi hijo y yo.

Cuando él murió, me enteré por la televisión. Eran ya como las siete de la noche. Como estaba, me puse una chamarra, y mi hijo y yo nos fuimos corriendo a Gayosso, que para ese momento estaba ya repleto.  Vivíamos cerca.

Muchas veces me llamaron a testificar. Me preguntaron cosas muy absurdas los de la PGR. Vuelta tras vuelta. Hasta que un día decidieron dejarme en paz.

Escribir párrafos pequeños. No usar gerundios. Ser elegante. Estar en lo cierto y verificarlo mil veces. Nunca comunicar mi fuente. Decir lo que se siente y sostenerlo con la verdad en el corazón. Eso me enseñó y más.

He tenido la suerte en la vida de estar cerca de personas de gran inteligencia, audacia, valentía, elegancia, sapiencia, amor a sus semejantes, paz en el alma, paciencia, benignidad, moral, virtudes y valores. Manuel Buendía tenía esos atributos y más. Sería genial escribir de él: su vida, no su muerte. Él sigue vivo entre nosotros, que lo quisimos tanto. Mi maestro…

gildamh@hotmail.com


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