Por: Alonso Arreola
Juugueeemooos aaaa queee hablaaamoooooos lentoooooo… Juguemosaquehablamosrápidorápidorápido… Lo primero a razón de dos cuadros por segundo, verbigracia. Lo otro a doscientos veinte, con detalle escalofriante e inefable.
Lectora, lector, imaginemos que hablando lento recitamos un atrevido poema pornográfico. O que hablando rápido encadenamos treinta insultos racistas. ¿Cambiaría el contenido y significado esencial de lo que decimos por la velocidad en nuestra perorata? ¿Usted qué piensa? Si se tratara de una pieza teatral, sin duda tendría un efecto determinante. Pero, ¿si sólo tenemos el audio? Es posible, pero no en el fondo. Eso creemos. La velocidad es un cambio de perspectiva que afecta la forma, pero no la sustancia elemental del sonido.
Pensemos ahora en danza contemporánea. Un grupo de bailarines aprieta el paso hasta salir corriendo del escenario. Otro grupo, al mismo tiempo, se arrastra desde el fondo y hasta el proscenio con la lentitud de los gusanos. O imaginemos el dibujo que, hecho aprisa, deja la impronta de una huella indecisa, arrobadora. O por el contrario, la detallada obra de un lápiz enamorado del realismo más obseso. ¿Es la velocidad un rasgo determinante en el sentido completo de las obras que conduce?
“El vuelo del moscardón”, de Nikolái Rimski-Kórsakov, pone a prueba la habilidad de cualquier instrumentista. Ha de ejecutarse con el acelerador a fondo, a razón de quince notas por segundo. Si ponemos un metrónomo para guiarnos en ella, empero, podríamos calibrarlo a 94 pulsos por minuto, pero también al doble: 188. Ello sería una preferencia que no afectaría el resultado. Es una cuestión, precisamente, de perspectiva y nada más. Seguirían sonando quince notas por segundo, por lo que la velocidad percibida sería la misma. No importaría la teoría en la partición del tiempo.
Digamos que usted sigue una canción con sus palmas a razón de un aplauso por pulso. ¿Qué pasa si repentinamente los duplica y comienza a palmear al doble de velocidad, o sea, dos veces por pulso? La canción no cambia, ¿cierto? Lo que se modifica es nuestra relación con ella. Eso es, para decirlo llanamente, nuestra responsabilidad, intuición o feeling. La manera como la percibimos y entendemos.
En sentido contrario, dejarse inundar por el piano de la Gymnopédie No. 1 de Erik Satie, requiere paciencia contemplativa. Pensada para contarse en 73 pulsos por minuto, también puede ejecutarse escuchando el metrónomo al doble: 146. En tanto la velocidad percibida por la audiencia sea más o menos la misma, músicos y directores pueden tomar la ruta interna que prefieran. Ello únicamente afecta a subdivisiones representadas en ortografía, mas no al resultado.
¿A qué viene esta extraña y repetitiva reflexión dominguera? (Ponga sus palmas sobre las mejillas y abra la boca en un gesto de Munch.) La República de Chechenia, una de las veinticuatro adscritas a Rusia, acaba de prohibir la exposición o ejecución de obras musicales que sean más lentas de 80 pulsos por segundo, así como todas aquellas que superen los 116. ¿Sus razones?
Los impulsores de la prohibición que entrará en vigor a partir de junio han dicho que no se escucharán músicas que difieran con lo que llaman “el sentido checheno del ritmo”. Igualmente desean alejar influencias occidentales “dañinas”.
Y ya no queremos añadir nada más allá de la sorpresa y la tristeza por el futuro en tantas partes del mundo. Esperamos haber sido claros en párrafos anteriores (en eso que devela la terrible ignorancia de líderes torcidos): la velocidad musical es relativa. La censura a partir de tal criterio es más que absurda. ¿Se imagina cuántas piezas del metal nórdico oscuro y distorsionado o reguetón se ejecutan a las velocidades permitidas por los líderes chechenos? ¡Qué diría el pobre Kórsakov!
En fin. Entréguese a la reflexión a la velocidad que desee. Nosotros se lo permitimos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.