Elegir camisa y pantalón. Buscar los calcetines correctos (¿existen?). Zapatos que hagan juego. Luego arribar a la cocina y abrir el refrigerador. Dejar que la vista se disfrace de fruta o pescado. Que vuele con aires de pizza vieja o mermelada. ¿Untar, calentar o rebanar?
Deslizar el cajón. Tomar el plato adecuado. Mirar la mesa para ignorarla. Quedarse de pie. ¿Beber café? No. Agua mineral. ¿En taza? Sí. ¿De cuál? De aquella. No. De la otra. Porque todo implica inclinarse hacia uno u otro lado de la balanza. Apostar. Moverse en algún sentido. Decidir. Algo fácil si la vida nos presta gobierno en el videojuego cotidiano.
¿Qué deseamos recalcar con este sobrevuelo aturdido? En innumerables momentos, igual que como pasa con el efecto de nuestras elecciones, alguien más se vuelve responsable de las posibilidades que se nos ofrecen. En tal caso nuestra “libertad” se ve limitada por el juicio ajeno. Lo más deseable, entonces, es que esa capacidad tenga buenos cimientos.
En la industria musical, verbigracia, hay un oficio así. Uno especialmente importante. El de los programadores de jazz (y géneros hermanos), héroes ocultos tras bambalinas. Hablamos de una actividad esencial para la salud de festivales, ciclos, clubes y foros interconectados con el sonido que se “improvisa”. Una profesión que intenta, precisamente, elegir, tomar decisiones de la mejor manera. De la más justa. De la más eficiente, saludable y transparente.
Imagine tener que calendarizar, planear, señalar los nombres de quienes puedan sustentar un escenario de jazz durante semanas, meses, años, manteniendo la calidad y el concepto en que se invirtieron millones de pesos. Esa responsabilidad va más allá de elegir pantalones o mermeladas.
Imagine llamar a los músicos, acordar condiciones, organizar producción y promoción de sus conciertos, ¡pero cuatro o cinco veces a la semana! Hecho ello, también imagine que se pone a rezar para que la gente asista a una cita multiplicada. Para que los presuntos amantes de la música dejen la pereza y abandonen las plataformas en línea, ahítas de series en espera… baratas… cercanas al baño y la cocina.
Rezar para que el esfuerzo de los inversionistas, los patrones, se justifique una semana más. Para que pierdan poco. Para que aún estén orgullosos de la decisión de abrir, retomar, transformar o rescatar un antro que yacía enfermo luego de… ¿una pandemia, por ejemplo?
Así es. Que una barra de música especializada persista en noches de incertidumbre económica, social y política, contribuyendo a la vida nocturna de una ciudad que cada vez se acuesta más temprano y asustada, es una proeza, en primera instancia, de los programadores.
Todo esto pensamos y escribimos luego de platicar largo y tendido con uno de esos mastuerzos a quienes tanto debemos. Su nombre es Óscar Adad, locutor, promotor y hoy programador del Parker & Lenox, ese club de CDMX que tanto nos gusta y en el que tan bien se está.
Semanas antes habíamos coincidido en el Zinco, otro clásico del género, allí donde Ilse Rodarte también programa con inteligencia, sumándose al eterno diálogo de la supervivencia. Y hay otros nombres.
El legendario Esteban Amozurrutia, al frente del Foro del Tejedor. Los resistentes hermanos Aguilar de El Convite. Germán Bringas en el Jazzorca. Nacho Pineda en El Alicia… O quienes llevan la programación de Jazzatlán Capital, Casa Franca, Hobos y demás establecimientos interesados en estéticas alternativas.
A la capacidad de decidir que tienen ellos, arriesgando, negociando y sensibilizando, dedicamos estas líneas. Porque no debemos olvidarlo, lectora, lector: programar jazz, en México y en cualquier parte del mundo, hoy, es un arte en resistencia. Apoyemos. Asistamos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.
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