Por Jesús Delgado Guerrero
Cronista brillante del quehacer político, estupenda a la hora de narrar catarsis sociales con alaridos en estadios futboleros habilitados para encuentros de boxeo y, en suma, periodista “todo terreno” y escritora, desde 1997 decidió incursionar en el ámbito del servicio público donde, para no desentonar, también ha mostrado ser propietaria de una voluntad de “doble tracción”: igual en asuntos de desarrollo social que de seguridad y, por supuesto, de comunicación.
Esa sería una aproximación, muy apretada, en torno de la figura de Rosa Icela Rodríguez Velázquez, basada en su trayectoria como periodista y como funcionaria pública, todo de acuerdo con expedientes ventilados. Es un “palmarés” (por decirlo en la jerga deportiva) que no presenta mancha alguna a su paso por rotativos ni diversas instituciones públicas (de haberla ya sería blanco de un “escrutinio” mucho mayor).
Empero, insidias, regateos y hasta comentarios carentes de toda huella de ascendencia materna, muy ostentosos, no han faltado. El goce de la libertad de expresión, supuestamente asediado, evidencia que sólo se ha hurgado en los archivos del Cisen (Comadreo, Intrigas Siniestras y Envidia Nacional), deslizando cotilleos, inquinas, despechos y ponzoña gratuita.
El hecho es que a quien asumirá como titular de la Secretaría de Seguridad del gobierno federal, nombrada por el presidente Andrés Manuel Lopez Obrador, no le faltan, pues, pergaminos para desempeñar ese tipo de labores. Principalmente, ha sido una servidora pública honesta, virtud “confirmada”, de manera involuntaria, por el nutrido expediente destacado en los arranques de las naturales malquerencias.
Hete aquí el verdadero “problema” de Rosa Icela Rodríguez Velázquez: la honestidad, que ha sido uno de esos recursos no muy abundantes en la vida pública. Menos en un sector (el de seguridad) donde ha prevalecido el perfil del político o profesionista siniestro, de aspecto casi patibulario; es un ámbito caracterizado por su tenebrosidad y la mala fama de muchos que han desfilado en el cargo.
El contraste entonces con la nueva responsable de la seguridad del país es demasiado elocuente. Y ha resaltado por encima de lo inédito en el sentido de que una dama estará al frente de la seguridad del país. Ambas situaciones podrían generar confusiones y suponer que lo que viene es, parafraseando a García Márquez, una nueva versión de “La increíble y triste historia de la cándida Rosa Icela…”, que es enviada al degolladero o lanzada a una terrible fauna sin los mínimos conocimientos ni firme voluntad .No hay tal.
Lo que no se puede ignorar es que el pasado reciente dejó un camino sembrado de bombas en las filas castrenses y, fundamentalmente, en las corporaciones policiacas federales, estatales y municipales, penetradas por cárteles de la droga y grupos criminales que han ampliado su cartera delictiva (secuestro, extorsión, trata de personas, asaltos, etc.).
Hasta ahora nadie ha desmentido a los investigadores que han asegurado que toda esa red criminal no podría entenderse sin la participación directa de policías y políticos. Los casos de Genaro García Luna y del general Salvador Cienfuegos Zepeda confirman la aseveración, así como aquella que afirma que quienes sirvieron pero ya no son útiles a los cárteles nacionales y de los Estados Unidos y sus “padrinos” (incluida la industria bélica de ese país, la DEA, FBI, la CIA y otras) deben ser “ofrendas de sacrificio”, por eso su captura y proceso, que no es un intento de “purificación” ni mucho menos
En este punto, en su reciente libro “García Luna, el señor de la muerte” (editorial Planeta), el periodista y escritor Francisco Cruz Jiménez, (un “Sherlock Holmes” del periodismo de investigación enfocado a la narcopolítica, negocios sucios de familias políticas y otras plagas), documenta la pudrición de almas, tempranamente torcidas, que dejaron bichos pandémicos, peor que el Covid-19, en lo que él denomina como “células durmientes”.
¿Qué es esto? Francisco Cruz afirma que son grupos activos en las corporaciones policiacas estatales y municipales (por ejemplo las del Estado de México, Michoacán, Puebla, Nuevo León e incluso la Ciudad de México, por citar algunas) operados por “cercanos” (con sus legiones de “halcones”, entre mandos y jefes) de quien fue responsable de tareas de seguridad nacional -y también de montajes televisivos- con los ex presidentes Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa.
Hay mucho más en el libro, pero lo esencial es que remarca que toda la violencia e impunidad del crimen común y del organizado no se explican sin “padrinazgos” políticos y policiales, subordinaciones y sobornos.
Los ciudadanos hemos tenido que habérnoslas contra todo eso, con más fuerza desde el año 2006. Y contra todo eso tendrá que habérselas Rosa Icela Rodríguez Velázquez como secretaria de seguridad federal; peor, tendrá que habérselas contra la hipocresía social, política y económica que configuró y fortaleció esa “narcocultura” en las últimas décadas, y que ha dado a nuestro país un sello distintivo nada edificante en el mundo (esa “narcocultura” que pide paz mientras desenfunda una pistola o descuartiza seres humanos).
Incuestionablemente el empeño y la honestidad permiten logros importantes y buenos resultados en las tareas. Es de esperarse que así sea en la nueva encomienda (ya se verá y se dirá).
Pero sería una candidez -aquí sí, parte de una historia “increíble y triste”- esperar que tales virtudes constituirán un obstáculo para que los cárteles no continúen con su ya prolongado “Rosario de Amozoc”, jalando alegremente del gatillo y sembrando los cadáveres de sus adversarios de negocio en calles y fosas clandestinas.
Esto es una pueril perogrullada, hipócritamente ignorada a la hora de los conteos funerarios: los sicarios quizás se encomiendan a todos los santos para realizar su “trabajo”, pero no les piden permiso (obviamente, tampoco se lo van a pedir a Rosa Icela Rodríguez).
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