A la mitad de las campañas federales hay tendencias que se mantienen más o menos intactas. Por un lado, la diferencia entre el primero y segundo lugar ronda 20 puntos en favor de “Juntos hacemos historia”; en dicha diferencia concurren tanto el impacto positivo de la evaluación del presidente AMLO, como la polarización afectiva, que aumenta esta disputa por un proyecto de nación que discursivamente se auto ubica en la izquierda progresista. Los datos del gobierno difieren de los indicadores macroeconómicos, pues el discurso oficial sostiene el fin del neoliberalismo, sin embargo, 8 de los 10 principios firmados en el consenso de Washington (epítome del neoliberalismo) se cumplen cabalmente por el gobierno de la 4T. Entonces ¿por qué se mantienen esos 20 puntos de ventaja?
La primera interpretación proviene del partido en el poder; se están fraguando cambios profundos en nuestro régimen, entendiendo a este vocablo lo que Rodrigo Borja define en su enciclopedia política:
“La manera de ser política de un pueblo —o sea su régimen— no siempre es lo que dice su esquema constitucional. Con frecuencia la solución política efectiva de una comunidad difiere de lo que estatuye su ley fundamental, ya que al margen de ella operan factores reales que condicionan con fuerza la organización social, tales como sus condiciones geográficas, su potencialidad económica, su cultura política, las tradiciones y costumbres de su pueblo, el juego de los partidos políticos, la presencia de los grupos de presión, el sistema de comunicación social; y que marcan discrepancias con su ordenamiento jurídico”.
En ese sentido sí podríamos hablar de un cambio de régimen. Primero, con un liderazgo popular con amplias bases de apoyo social que defienden al gobierno como un factor de identidad político/afectiva que aumenta la polarización y redefine la práctica política del gobierno. Transformando el rol de “un poder asediado” característico de las democracias consensuales, por uno de “democracia radical” (Chantal Mouffe) en el que la política del gobierno descansa en una participación ciudadana no institucionalizada.
Segundo, dada la caracterización de Morena como un movimiento social alejado de la mediación institucional tan característica en el priiato, le permite una “elasticidad” que amplía sus bases territoriales (hoy gobierna ya 23 estados), pero al mismo tiempo, esa “elasticidad” se aumenta ideológicamente con un amplio instrumento de abanicos de pedagogía del poder que van desde “las mañaneras” hasta los incontables programas en las redes sociales.
Tercero, ajenos a los instrumentos de mediación que proveen los partidos políticos o de inducción de los medios de comunicación, “el obradorismo” como forma de articulación política amerita nuevos modelos de interpretación, pero ha llegado para controlar la escena política al menos todo lo que resta de la actual década y dependerá mucho del rol que asuma AMLO fuera del poder en septiembre de este año.
Finalmente, como lo he descrito en otras ocasiones, lo que se debate en estas elecciones son las coordenadas ideológicas sin posibilidad inmediata de reencuentro; “el obradorismo” vs “la derecha”.
Si la primera gana la elección, quizá entremos por primera vez al diseño institucional de una izquierda que apueste por ampliar el rol del estado e invierta más en políticas públicas e instituciones que impulsen la justicia social; frente a un modelo conservador en el que concurren muchas corrientes políticas cuyo único adversario es AMLO, pero para el cual no han encontrado aun el golpe definitivo que traiga el punto de inflexión a favor de Xóchitl Gálvez.
Si eso no sucede en las próximas dos semanas, el arranque de las elecciones locales vendrá a darle un nuevo impulso a la campaña federal.