Tradición vs. juicio crítico: la lección de Tato

No es tarea fácil conceptuar, definir, establecer ni describir –o cualquier otro verbo que súbitamente se incorpore al elenco– el término cultura. Lo más sencillo para una mente alineada sería abrazarse a lo que los tutores de la lengua española nos dictan: “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social” o un “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. 

Pero, demontres, vea si no: estas dos definiciones navegan por aguas diferentes y complican la tarea porque nos remiten a dos acepciones; la primera nos indica que la cultura no se construye en la voluntad del individuo, sino en las potencias sociales en que se ve definido: sería una suerte de piloto automático que nos toma de la mano para llevarnos por los caminos de la convivencia y estar dentro de la sociedad; la segunda es una violenta declaración que supone el prestigio individual: una bicicleta que conducimos libremente con nuestra particular carga acumulada: un bagaje de nociones, entendimientos, razones y conciencia de lo conocido para distinguir las polaridades de la vida.

En eso estaba pensando justamente el pasado sábado por la mañana después de ver la transmisión de la coronación del rey Carlos III de Inglaterra. Cuento con un servicio de cable que me permite elegir cualquier programa al amparo del llamado Any Time, por lo que mis hijos –despiertos a una bendita hora y no a las tres de la madrugada– fueron testigos parciales del espectáculo: abandonaban por momentos sus quehaceres lúdicos para apersonarse frente al televisor y bombardearme con preguntas que para ellos sonaban sensatas. 

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Me llamó poderosamente la atención una pregunta que me formuló mi hijo Renato con su sentido crítico de la vida que le pueden otorgar sus seis años de edad: “¿Por qué le ponen en la cabeza esa miserable corona al rey?”, soltó. Le respondí que era la tradición en aquel pueblo y, antes de que me soltara otra bomba, le dije que la tradición es cierta conducta transmitida de padres a hijos sucesivamente. Una doctrina, una costumbre, pues. 

Tato –así lo bautizó cariñosamente mi otro hijo, Santiago– pareció conforme y volvió a sus ocupaciones. 

¿Miserable? ¿Así le pareció a Tato la pesada corona de San Eduardo, engastada con rubíes, amatistas, zafiros, granate, topacios y gemas de turmalina? Intrigado, le puse pausa a la transmisión y fui donde Tato, ocupado en ese momento en darle coherencia a sus ficciones recreativas.

“¿Por qué miserable?”, le pregunté. “Pues porque no hace nada”, respondió. 

Mi esposa y yo soltamos la risa, pero después pensé que mi hijo eligió esta palabra porque, para su entender, esta pieza de poder real era insignificante o sin importancia. Parecía lógico, pues era ajena a su mundo. 

Después de siglos de tradición incuestionable, Inglaterra ha comenzado a enfrentarse al juicio de nuevas generaciones que cuestionan las relaciones significativas operadas sobre los sujetos y las cosas subjetivadas. Así, ha emergido una conciencia anglicana con una voluntad consciente de diferenciarse, de hacer una señalización social o anclarse en un posicionamiento político. La tradición contra el juicio crítico. 

Quizás por eso la Real Academia Española separó las acepciones de cultura en su diccionario para evitar tragos amargos. No alcanza el espacio para zanjar el tema, pero me quedo con lo que decía Borges: “toda la cultura proviene de un peculiar invento griego: la conversación. De pronto, un grupo de hombres decidieron algo extraño: intercambiar palabras sin rumbo fijo, aceptar las opiniones del otro, aplazar las certezas, admitir las dudas”. 

Por eso quizás volvió Tato a la habitación a preguntar cuánto valía monetariamente la corona de Carlos III. Siete millones de dólares, le respondí. “Entonces no es tan miserable”, y salió de nuevo.