Gustavo Guerrero
Hoy regreso al periodismo. Hace algunos años comencé a transitar el camino de las letras. Entonces era yo un joven universitario cuya aspiración era la locución. Recuerdo que en un curso de periodismo al cual me había inscrito, y que organizaba el Club Primera Plana de la Ciudad de México, me armé de valor, me sacudí mi timidez congénita y le pregunté al ponente, el gran Juan José Bravo Monroy, pilar del periodismo radiofónico, qué debía hacer para convertirme en un locutor. El maestro pareció conmoverse por lo enrevesado de mi discurso y sentenció de manera cándida, con esa voz meliflua que le caracterizaba: hay que aprender a leer y a escribir, primeramente. Sentí mis mejillas hervir. A continuación agregó, para mi alivio, que se refería a que me volcara al consumo constante de libros y a escribir sin pesimismos inhibitorios. Sólo así estaría en condiciones de realizarme como un locutor que no sólo dice, sino sabe cómo y por qué lo dice. Me había aficionado recientemente a la lectura gracias a algunos libros que encontré empolvados en una bodega adyacente al cuartito que rentaba en la capital. En cuanto a la escritura, nada, salvo lo que me obligaron mis maestros. Al salir del edificio donde se impartía este curso, en Puente de Alvarado, me eché a andar rumbo al Metro Hidalgo. Sin embargo, recordé que estaba en la zona de los diarios capitalinos y volví sobre mis pasos para pedir trabajo en el primer periódico que me topara. Corté camino por Basilio Vadillo, donde estaba La Prensa. Allí comenzó mi carrera en el periodismo. Tiempo después, al volver a mis patrios lares, me acogió paternalmente el maestro Jorge Díaz Navarro, director de El Heraldo de Toluca. Luego de su intempestiva salida del diario, renuncié y anduve a salto de mata sin echar reales en ningún periódico. Tiempo después fundé en compañía de mis queridos amigos (Eliseo Lugo Plata, Filiberto Gallardo, Lázaro Hernández, Orlando Tenorio) una revista que no prosperó en economía como en amistad. Declarada la bancarrota de Aventura Turística, me matriculé en la licenciatura en letras latinoamericanas y terminó por disiparse mi sueño radiofónico, pues descubrí que leer y escribir significaban la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de sus consecuencias sociales, políticas o económicas. No puedo quejarme, pues aunque jamás me atrajeron el relumbrón ni los beneficios económicos que depara la literatura a contados escritores, he escrito y publicado libremente mis historias mediante la simbólica operación de sustituir al mundo real con ficciones.
Mantuve por algún tiempo el brazo caliente con dos columnas: “La pluma de la serpiente” en el extinto Tiempo Estado de México y “Cinediciones” en Milenio Estado de México. Ahora que he vuelto me pregunto si tengo la legitimación autorial para ejercer el periodismo de opinión en términos de cultura. Los que me aprecian sostendrán que mi autoridad está fundada en mi participación constante en la vida cultural como escritor y como ciudadano. Lo cierto es que compartiré mi visión de la cultura como pluralidad, conflicto, proceso, como evento en constante transformación que exige un análisis de tipo textual y contextual. Así, la respuesta no me corresponderá, sino a mis lectores.
TAR