Uno no regresa a casa. Para empezar, esa casa ya no existe. Un sitio distante, fijado con los colores y las sensaciones de la infancia. El privilegio de Patricio Guzmán (Santiago de Chile, 1941) en sus documentales recientes es que, en medio de sus íntimas reticencias, al calor de la nostalgia, está descubriendo algo. Mediante una suerte de periodismo histórico y poético, Guzmán transmite la nuez de un Chile tan contradictorio como su geografía imposible, y sobre todo un Chile que prefiere la desmemoria.
El tríptico de Patricio Guzmán (Nostalgia de la luz, 2010; El botón de nácar, 2015, y La cordillera de los sueños, 2019), troquelado así por Netflix al transmitirlo simultáneamente, ha recibido renovada atención. Corona la obra de uno de los documentalistas fundamentales de nuestro tiempo.
Su arco creativo inicia con un trancazo determinante, La batalla de Chile (1975-1979), trabajosa y heroica trilogía en torno al golpe contra Salvador Allende en 1973, que marcó profundamente tanto a él como al resto de los chilenos.
En la despiadada longitud del país, Guzmán propone un método y una metáfora triple que permitan abarcarlo. Tres tramos de una sola historia que la eleva a lo lírico y lo épico en tono confesional. Se trata de un país tal que no hay un mapa solo; el autor admite que desde niño necesitó dividirlo en tres. Ahora, con la ayuda de una amiga artista, despliega un gran mapa en papel rugoso que representa el largo contorno, la densa esbeltez de su patria.
Los documentales en cuestión confirman la validez de su aporte, más de veinte títulos, casi todos referidos al país donde no vivió la mayor parte de su vida adulta, exiliado en Francia desde 1973. Su dilatada mirada a Chile se anima en el recuerdo, suyo y de tantos y tantas a lo largo de medio siglo. Un obsesivo viaje permanente al país de nunca más desde un presente que se.
La triada puede leerse de tres maneras (¡ah, Netflix!): cronológicamente, de norte a sur, de sur a norte. La experiencia es la misma. En voz propia, ofreciéndonos imágenes del mundo natural de una belleza que pasma, Guzmán reflexiona, recuerda, pregunta con la precisión lírica que le ha dado la edad, esa sabiduría que encontramos en los documentales tardíos de Werner Herzog y Jean-Luc Godard. Claridad en la imagen y la palabra.
Entretejidas con entrevistas esclarecedoras, las tres piezas cumplen los rituales del género que reúne periodismo, ensayo a la Montaigne, foto fija, reflexión ontológica, material de archivo, resonancia literaria en las voces y los rostros que cosecha. Astrónomos, vulcanólogos y vulcanólogas, marinos originarios, pintores, escultores, escritores, historiadores, arqueólogos, camarógrafos, poetas, madres y hermanas buscadoras y sobrevivientes de la tortura, la dictadura y el exterminio programado que de septiembre de 1973 a marzo de 1990 subyugó las vidas del pueblo chileno.
Los entrevistados emiten opiniones inmisericordes: “Un país que tiene abandonado el ochenta por ciento de su territorio, los Andes, no es un país confiable”, dice el escultor Francisco Gazitúa, quien trabaja la roca y el metal al pie de la cordillera.
El alma de Chile está podrida
“El alma de Chile está podrida, nos cagaron los milicos, vendieron el país”, sentencia el camarógrafo Pablo Salas, quien ha filmado las calles, las luchas y las represiones en los últimos cuarenta años; una especie de ángel rudo, milagrosamente ileso, cuyo archivo tumultuoso guarda, en formatos arcaicos ya impracticables, una cantera de la memoria. El arqueólogo Lautaro Núñez ve en su país un encubrimiento colectivo del pasado culpable; la mera pesquisa “se ve acusatoria”.
El agua, el desierto, la cordillera. Y en medio de todo, Santiago, una ciudad suspendida en el tiempo y el espacio. Guzmán nos revela un país de espaldas a sus realidades más evidentes: el mar, los indígenas vivos, el pasado genocida contra la población originaria del sur primero, y recientemente la atroz dictadura pinochetista.
Chile da la espalda a la cordillera andina, auténtico telón de fondo para el país imaginario (parafraseando a Guillermo Bonfil). Los testimonios convocados por Guzmán ven la nación como una isla, recluida entre el desierto más seco de la Tierra, una masa montañosa con ocho mil kilómetros de ancho y la Patagonia austral, viva entre hielos, rocas, aguas rabiosas y profundas.
El viento atraviesa esta tierra extraordinaria. Lleva sales de mar y desierto, olores pétreos y vegetales, y también la fetidez real y simbólica de los huesos y los pellejos, los millones de huesos de decenas de miles de desaparecidos. Un viento que recorre cementerios en medio de la nada, siendo el océano Pacífico la otra gran tumba chilena.
Con materia tan potencialmente oscura. “Chile es un país triste”, sostiene el avispado escritor Jorge Baradit al describir dolorosamente las fracturas del alma chilena, las negaciones, el fascismo corriente de clases medias y burgueses, el heroísmo popular castigado militarmente por ser “comunista”, malo, monstruo, enemigo de la patria. Los autores y promotores de esos crímenes siguen viéndolos como una gesta épica y salvadora. Son los nazis de los Andes que entretuvieron la mente de Roberto Bolaño.
Botón, luz y cordillera
El meollo, el mayor descubrimiento de Patricio Guzmán es de orden telúrico, cósmico, oceánico. El botón de nácar inicia con un verso de Raúl Zurita (poeta que será interrogado en el recorrido);
“Todos somos arroyos de una sola agua”
La voz narradora del cineasta afirma la continuidad de la trilogía. Paciente, casi tierna, entreteje el relato-retrato nacional con las iluminaciones de su pesquisa.
La Patagonia occidental se nos revela como “un archipiélago de lluvia”, “un lugar sin tiempo” donde “si el agua se mueve, el cosmos interviene”, ella es “el órgano mediador entre las estrellas y nosotros”, ya que llegó del Universo.
Los primeros pobladores, hace 10 mil años, eran “nómadas del agua”, gente que migraba perpetuamente con una hoguera en el centro de la canoa, de isla en isla, de costa a costa, de cara a las estrellas tan nítidas y reales que los selk’nam las reprodujeron al decorar sus cuerpos desnudos. El exterminio selló el destino de esta y otras tribus: los kawésqar, aonikenk, yámana y haush.
Guzmán alcanza a conversar con los pocos sobrevivientes kawésqar en quienes languidece una lengua casi extinta. Ese mismo mar serviría de tumba secreta para los numerosos asesinados por los militares del pinochetismo.
En el extremo norte del esbelto y extenso territorio, la comunidad científica internacional instaló los telescopios más potentes. Atacama protagoniza Nostalgia de la luz, tanto como el Cosmos y los huesos de los desaparecidos por la dictadura. Los chilenos suelen ser aficionados a la astronomía, su cielo se presta.
En los tres documentales Guzmán recurre a la fotografía “científica”: el salitre inerte, el hielo, las galaxias, el suelo, las nevadas cumbres y las áridas laderas de los Andes. Y así nos lleva a las distintas escenas del crimen, entre ellas los campos de concentración en Atacama y la gélida Isla Dawson (en ambos casos ya usados con los mismos fines por generaciones anteriores).
Cuanto nos llega del Cosmos ya sucedió, no existe. Para un astrónomo, como para un arqueólogo, esto es axiomático. Debería serlo para todos. Especialmente en Chile, donde el pasado parece tan lejano que ni con telescopio. Guzmán desentierra lo no dicho, los abismos del crimen, las mudas minas que socavan sin piedad las montañas de un país condenado a excavar, extraer y vender su subsuelo, a la vez poblado por miles de muertos “inexistentes” por los cuales también se excava.
De los mal llamados “patagones”, presuntos gigantes que fueron reducidos a seres horripilantes por los colonos y los militares del siglo XIX, Guzmán elige al desdichado Jimmy Butons, indígena llevado a Inglaterra para ser “civilizado” hace doscientos años; fue adquirido a cambio de un botón de nácar, y regresado después a la soledad de la intemperie austral con traje y corbata.
Guzmán no encuentra el país de su recuerdo. Al regresar en el siglo XXI llega a otro planeta, sin relación visible con el país de sus mocedades. A todos nos ocurre, pero no de una manera tan brutal. Los regresos son esclarecedores, crueles y reconfortantes.
Otra cineasta chilena, la revolucionaria, expresa política y torturada Carmen Castillo retornó a Chile veinte años después del golpe para entrevistarse con su compañera del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que la delató y sirvió de informante a los servicios de inteligencia durante la dictadura (La “Flaca” Alejandra, Carmen Castillo y Guy Girard, 1994). Una historia de tortura, degradación, traición y terror conduce a Carmen a un país que ya no existe, pero también a una sanación íntima.
El escritor Baradit lleva la denuncia del olvido a las por lo demás ejemplares luchas recientes de mujeres, estudiantes, obreros. La gente está en sus luchas, “pero no quiere saber del pasado”. Acaso viven el espejismo de un permanente presente.
Cosmos, océano, cordillera, desierto: no hay otra verdad en el tiempo chileno. “Mi deseo”, concluye Guzmán su tríptico con candor primigenio, “es que Chile recupere su infancia y su alegría”. Han de ser sus cintas un pasaporte al país de la reconciliación con el paisaje, el pasado y la identidad, más allá del olvido culpable.
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DB